La experiencia de ser madre sin apoyo familiar

Una madrugada de abril rompí aguas. Era el instante de poner en práctica lo aprendido en el curso de preparto, pero mis nervios no me permitieron relajarme. En cuestión de minutos, ya estábamos en camino al hospital. Mientras todos dormían, pensé en quién podría haber estado pendiente de mi estado: mi madre. Sin embargo, ese mensaje de aviso nunca se envió, ya que mi mamá falleció hace 14 años. Ese día, me convertí en madre sin contar con mi propia mamá a mi lado.

Sentir la ausencia de una madre

Existen madres ausentes, algunas que no pueden acompañar, otras que eligen no hacerlo, y las que están lejos o han fallecido. Reflexiono sobre eso, y sobre lo poco que se habla de lo complicado que es afrontar la maternidad sin la presencia de tu madre.

Para mí, una madre representa el amor supremo. Existen otros amores más, pero ninguno está por encima. La razón de estas palabras nace del deseo de tener una madre o abuela cercana durante estos meses tan exigentes, ya que el círculo primitivo de la crianza suele cerrarse entre mujeres.

El vacío que deja su partida

Mi sensación de orfandad se intensificó durante el embarazo. En numerosas ocasiones, a lo largo de esas 38 semanas, necesité escuchar a mi madre diciéndome “todo está bien, hija, calma”. Busqué consuelo en hermanas, amigas, compañeras, pero ninguna podía sustituir la seguridad que me daba su voz. Nadie más comprendía mi vulnerabilidad y fragilidad como lo hacía ella.

Mis problemas eran variados: pechos endurecidos, llanto sin consuelo, malos sueños, dolores, agotamiento. Haber contado con la experiencia de una madre que crió a cuatro hijos, estudió, trabajó, y simplemente contrató ayuda para la tarea doméstica que más detestaba, hubiese sido invaluable.

La crianza puede ser abrumadora. En una misma casa, un bebé llora desconsoladamente, la ropa se acumula sin lavar, un gato maúlla hambriento, y una pareja se mira sin comprender del todo. La maternidad te consume.

El legado de una madre

Cada vez que me siento desbordada, pienso en ella. Imagino su primer embarazo a los 18, su separación con tres hijos a los 30, cómo equilibraba su carrera profesional mientras nos criaba, y su cuarto gesto maternal como madre soltera a los 36. Recuerdo sus manos ásperas.

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Mi hijo no se entretiene mucho tiempo en el mismo lugar: pasa quince minutos en la mecedora, otros quince mirando por la ventana, y quince más escuchando cuentos. Así trascurren los días, y he aprendido a hacer las cosas con una sola mano. Supongo que es la necesidad la que te otorga esos superpoderes. Prefiero pensar que los heredé de mi madre, junto con sus manos ásperas.

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Mi madre demostraba su amor a través de gestos invisibles. Mi hermano menciona que al tener su primera novia descubrió lo que era el afecto físico. Le faltaban caricias y besos, pero era muy generosa al transmitir amor a través de sus acciones. En casa, todo lo comíamos hecho por ella, incluso el dulce de leche.

Esa madre, con sus imperfecciones, me enseñó que no hay “madres perfectas”. La crianza consiste en acompañar, guiar y sostener. Porque ser madre también es repensar tu propia relación con tu madre y comprender que el amor puede ser tan sencillo como recoger y llevar a alguien a donde necesite, incluso en los momentos más inconvenientes. Tal vez, el amor sea simplemente esperar.

Claudia Alejandra Guida, es la madre en esta historia.

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¿Habrá experimentado la misma serenidad al verme dormir cuando era un bebé?

¿Habrá derramado lágrimas sin motivo mientras me amamantaba?

¿Se habrá sentido gratificada por cada una de mis sonrisas?

Tantas interrogantes que jamás le planteé. Tantas respuestas que no almacené.

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Recientemente, en Instagram, solo me aparecen videos sobre la crianza. En uno de ellos, una mujer descansa, se ducha y disfruta de su tiempo mientras su madre cuida al nieto, cocina y organiza la casa. Al momento de la despedida, la mujer, en desesperación, suplica a su madre que no se vaya. La figura de la madre/abuela como pilar fundamental en la crianza.

“Duerme cada vez que el bebé lo haga”. No puedo seguir ese consejo. Desde hace semanas, recuerdo el día que di a luz: con la bolsa rota, 14 horas de labor de parto, empujones sin éxito, una incisión, una cesárea. Todo a mis 40 años. Mi madre atravesó tres partos entre los 18 y los 22. Pienso en cómo eso afectó su salud. ¿Sería eso lo que deterioró su bienestar?

Mi hijo llora en voz baja por hambre, más fuerte por sueño, y a gritos cuando algo le molesta. Deseo que nada se salga de control: me preocupan desde una tos hasta un cólico. Compartir sus sensaciones me consume. Me pregunto cómo logró mi madre lidiar con emociones por cuatro. El peso de su salud nuevamente me atormenta.

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Mientras empujo el carrito por las calles adoquinadas de Adrogué con una mano, y sostengo a un bebé de nueve kilos con la otra, me doy cuenta de que la maternidad abarca tanto sueños como pesadillas. Durante nuestras caminatas, le cuento del mundo que habitaba su abuela: “Mamá solía tomar algunos tallos de esta casa llena de flores”, “Daba clases en esta escuela, donde los religiosos intentaron echarla por ser madre soltera”, “En una bicicleta, transportó un rama de pino para regalarnos un árbol de Navidad”.

De alguna manera, al construir para mi hijo la idea de la abuela que nunca conoció, busco que su recuerdo perdure. Espero que, con el tiempo, él pueda compartir, con la misma emoción que veo en mis propios ojos, quien fue su abuela Claudia.

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