Crecí en Boedo, habiendo nacido en el 74, justo en la época en que se construía la Autopista Perito Moreno. Mis días transcurrían jugando entre los escombros de viejas casas que esa obra dejaba a su paso. Recuerdo haber visto al Papa Juan Pablo II en su Papamóvil. A los nueve, nos mudamos por la extensión de una bajada de la autopista. Perdí a mis amigos de siempre y esa magia de jugar en los terrenos baldíos. Este cambio me sumió en una profunda melancolía infantil. En mi nueva escuela, no fui bien recibido y el miedo a salir se apoderó de mí.
Un cambio inesperado en mi vida
En aquellos tiempos, la terapia para niños no era común, a menos que hubiera problemas de comportamiento. Mi lucha era otra; era una sombra que me impedía ser yo mismo. Mi padre decidió comprar una mesa de ping pong, con el objetivo de que me relacionara con mis nuevos compañeros de colegio y los jóvenes del club del barrio, el Atlanta. Mi mamá, siempre diplomática, cuando veía chicos jugando en la calle me incluía sin previo aviso:
–Él es Adrián, ahora jugará con ustedes.
Aunque me moría de vergüenza, me di cuenta de que las relaciones se tratan de arriesgarse, de formar parte, de aceptar. Así que después de un rato, solía invitar a los chicos a jugar al ping pong.
La transformación a través del deporte
La sala de nuestra casa gradualmente se transformó en un lugar lleno de vida, con el sonido de la paleta y la pelotita creando un concierto permanente. Pronto, nos convertimos en un grupo de apasionados por este juego; eran horas y horas en la mesa, esperando nuestro turno. A veces, organizábamos un juego especial llamado ronda; los partidos se hacían más emocionantes a medida que el deseo de competir crecía entre nosotros.
Cada noche, mi padre y yo nos enfrascábamos en una partida obligatoria de ping pong. Nunca me dejaba ganar, aunque podría haber sido más sencillo ceder, él jugaba con dedicación, corrigiendo mi técnica. Su compromiso era también una manera de enseñar afecto, incluso si esos golpes podían doler más que un mero castigo físico.
Este no es un artículo sobre mi papá; es sobre las diferencias y las conexiones humanas. Cuando él falleció, yo ya no era un niño temeroso. Y en mi duelo, lejos de aferrarme al dolor, sentí la necesidad de reinventarme, deshaciéndome de los objetos que lo traían de vuelta, empezando por la mesa de ping pong.
Con el tiempo, el recuerdo de mi padre y nuestros juegos regresaba inesperadamente, a veces con un dolor sanador. Algunos años después, tras un período de aislamiento buscado, en medio de la pandemia, una soledad intensa llenó mi vida, volviéndome a sumir en la oscuridad, solo aliviada por la artificial conexión de las redes sociales y las largas reuniones virtuales.
Cuando la vuelta a la normalidad fue posible, temí la idea de volver a conectar físicamente con otras personas. Sin embargo, gradualmente, la vida social resurgió, un verdadero renacer tras la oscuridad.
Como diría la poeta Imitiaz Dharker, “La desesperación vive dentro del poema, no fuera de él”. Adaptarse no fue sencillo; lo que más añoraba era la serenidad, pero pronto descubrí que mi cuerpo anhelaba algo más.
Arreglé un encuentro con mis colegas en el bar San Bernardo, un lugar lleno de recuerdos adolescentes. Me adelanté a su llegada y no pude evitar fijarme en las mesas de ping pong del fondo. Ahí, me topé con un antiguo compañero, Marquitos, que ahora impartía clases de ping pong en ese bar.
Una vez más, el ping pong se mostró como un refugio, un medio de conexión. Volver a jugar me devolvió la alegría infantil, la pasión por divertirse.
Marquitos, aunque no el mejor entrenador, me recordó que el ping pong es un deporte que combina la intensidad con el zen en segundos. Con cada juego, encontré un estado de concentración absoluto que me ayudó a sanar.
Tras nuestra primera partida, entendí que la verdadera espiritualidad no es lo mismo que la soledad. El ping pong se convirtió en mi terapia, una conexión afectiva siempre a través de la mesa y la malla que nos separaba. Volví a integrarme en el club Atlanta, encontrando comunidad y propósito a través del deporte.
