A los 45 años, la vida me volvió a mostrar que hay transformaciones importantes que surgen sin previo aviso. Jamás hubiera pensado que un perro cambiaría no solo mi rutina, sino también mi percepción en el mundo.
Una llegada inesperada
El primer “compañero animal” que tuve llegó de manera imprevista. Siempre he preferido llamarlos así en lugar de “mascotas”, evitando el concepto de posesión. Mi sobrina, Mechi, me repetía que necesitaba un perro. Mis respuestas eran neutrales; no me deslumbraban, tampoco las rechazaba. Si aquello la hacía feliz, aceptaría como un regalo de alguien a quien quiero mucho. Finalmente, cumplió su promesa: solo me preguntó si prefería una hembra o el único macho de la camada. Escogí el macho, sin razones particulares. Una tarde el timbre sonó: “¿No es hermoso?”, dijo feliz en la puerta, sabiendo lo que hacía, al pasarme un perro diminuto. Sí, era precioso.
No sabía cuánto lo había esperado. “Estás en un buen lugar”, publiqué en Instagram mientras estábamos en el patio escuchando rock and roll en YouTube. La aparición de Ziggy Stardust me hizo definir su identidad: “Bowie, bienvenido a casa”.
La conexión inesperada
Con el paso del tiempo, el muro de indiferencia que me rodeaba comenzó a desmoronarse gracias a Bowie. En mi caso, esto resultó en una renovación. Me había acostumbrado al aislamiento. Las circunstancias de mi vida me llevaron a esa elección. Nunca fui una persona antisocial, pero mis trabajos de lectura y escritura me empujaron a mantener una vida solitaria y silenciosa. Con los años, ese aislamiento se convirtió en una elección consciente. Siempre prioricé mi proyecto laboral y dejé a un lado aspectos que antes valoraba, como viajar, tomar vacaciones, mantener afectos, o disfrutar de la lectura y escritura por placer.
Bowie me hizo redescubrir aspectos abandonados: la responsabilidad de proteger a otro, la obligación de aprender nuevas emociones, y la necesidad de repensar relaciones que redefinen la identidad propia.
Un día tormentoso, el agua se filtró por la casa y varias cajas con libros se mojaron. La frustración, el cansancio y la ansiedad colmaron mi paciencia; lancé exclamaciones al aire mientras pateaba y ordenaba libros. Bowie, contemplando sorprendido desde un rincón, no entendía mi comportamiento.
Mientras trataba de controlar el desorden y abría la puerta para evacuar el agua, Bowie corrió fuera, escapando hacia la oscuridad de la calle. Lo seguí descalzo, gritando su nombre con culpa. Lo encontré varias calles después, cerca de mi antigua casa, temblando y empapado. Allí, lo abracé fuertemente y regresamos.
Secándolo y tranquilizándolo con besos y disculpas, reflexioné sobre el descuido hacia él y hacia mí mismo. Me vi reflejado en su miedo y en su huida, consecuencia de mi ira descontrolada.
Aprendí a respirar profundamente, a calmar mis raros arrebatos por cosas insignificantes. La paciencia y el cariño pueden desactivar frustraciones menores. Gestos y miradas nos suavizan la vida.
Bowie se ha convertido en el centro de nuestra atención. Mis padres están dispuestos a cuidarlo cada vez que no puedo estar con él. “Está bien con nosotros”, aseguran, y lo sé cierto. También sé que lo necesitan. Me da tranquilidad darme cuenta de que lo quieren, tanto o más de lo que una vez esperaron de mí. Su cariño se manifiesta de diversas maneras, llenas de complicidad y amor genuino.
Su presencia me recuerda que a pesar de cualquier aislamiento, siempre existe la oportunidad de abrirse a nuevas experiencias y afectos. Bowie, más que un compañero, simboliza un amor evolutivo que transforma mi manera de relacionarme con el mundo. Estamos aprendiendo juntos a superar los miedos y cultivar el cariño mutuo.
