Historias personales: el bar de mi infancia que me enseñó lecciones fuera de los libros y el futuro que mi madre soñó distinto para mí

Hoy, me dedico a la enseñanza y trabajo en una editorial universitaria. Sin embargo, hubo un periodo en mi vida donde esto parecía inalcanzable, especialmente después de un evento que transformó mi existencia para siempre.

Un Recuerdo Persistente

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No tengo presente la hora exacta, pero sí el año: 1994. Yo tenía catorce años y aquella tarde se alargaba sin fin. Mi hermano José y yo esperábamos en nuestro hogar en Noetinger. Había pasado más de un mes sin ver a nuestros padres, que habían viajado de emergencia a Buenos Aires por un problema en la garganta de mi padre.

Cuando por fin la puerta se abrió, mi madre apareció, una mezcla de alivio y cansancio en su abrazo. Detrás, mi padre. Extendió sus brazos y sonrió sin emitir una palabra. Ya no podía hablar. Le habían extirpado la laringe a causa de un tumor, así que respiraba por un pequeño orificio en la garganta.

El Cambio Inesperado

En ese instante, un silencio denso lo cubrió todo. Entendí que algo había cambiado para siempre. Para mi padre, que trabajaba como albañil, perder la voz equivalía a quedarse sin su sustento laboral. Adaptarnos a esta nueva forma de comunicarnos fue un proceso paulatino, pero yo seguía echando de menos su voz de antes, que con el tiempo, fue desvaneciéndose de mi memoria.

Pese a la alegría de tenerlo de vuelta, llegaron también las dificultades: las crisis de tos, las asfixias, y especialmente, la urgencia de un ingreso económico. Mi abuelo ofreció la parte delantera de su casa, a menos de cien metros de la nuestra, para que iniciáramos un bar.

Un Bar Distinto

No era un típico bar urbano: no había luces brillantes ni barras de metal. Las baldosas del piso eran negras y marrón claro, formando un tablero de ajedrez; las paredes, un marrón rojizo hasta el cuello que daba paso a un blanco desgastado hasta el techo, donde se asomaban manchas de humedad cada vez que llovía. La luz entraba débilmente por una ventana, y la puerta mostraba siluetas desfiguradas tras su vidrio opaco. Mi padre había conseguido un mostrador forrado en cuerina negra donde nos apoyábamos como familia para sobrevivir.

Aún conservo en la memoria el aroma de los vinos blancos, agridulce, el recipiente donde lavábamos las copas, y la astucia de mi abuelo al diluir la ginebra. A menudo mi padre me arrastraba detrás del mostrador durante alguna trifulca, con mi brazo sujeto firmemente entre sus manos.

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Lecciones más Allá de los Libros

Aquél era un lugar donde confluían peones, jubilados, paisanos del norte y, ocasionalmente, alguna persona en busca de refugio. De estas vivencias rescato la figura del viejito Retamosa, a quien invitábamos a almorzar cuando no había con quién compartir los domingos, siempre con su copa de vino en mano y la mirada serena fija en el suelo; a Pucheta, un correntino de andares amplios y risotadas profundas; y a Fatiga, con su sola astucia y su barriga prominente, siempre alerta para aprovechar cualquier ocasión.

Recuerdo cómo a mis catorce años me encontraba rodeado de hombres que, por antipatía añeja o palabras fuera de lugar, de repente se levantaban con brusquedad, tiraban sillas hacia atrás y empezaban a pelear. Nunca olvidaré una vez que uno pasó un cuchillo por la frente de otro, provocando una herida larga y profunda.

Tras ese incidente, mi padre optó por recolectar los cuchillos al llegar, guardándolos en un cajón. Con mis catorce años ayudaba a hombres ebrios, tendidos en el suelo, casi ahogados por el barro de las calles, llevándolos a sus hogares, acostándolos en sus camas. Al día siguiente, como si nada hubiera ocurrido, volvían a beber.

El entorno me empujaba a entender la responsabilidad desde joven. A pesar de no ser el lugar ideal para un adolescente, era el sostén económico de nuestra familia.

Entre 1994 y 1998, mis padres comenzaron a coordinar cenas para los colegas de mi madre, quien trabajaba como preceptora y profesora en el pueblo. Se reunían allí, a la carrera, para solidarizarse. Recuerdo la televisión encendida, algún programa de concursos, profesores de inglés y química compitiendo entre ellos, risas y camaradería.

Aquel era mi universo: absorbía experiencias de múltiples fuentes. Un mundo de personas tambaleantes, en busca de un respiro o un olvido; y, al mismo tiempo, de docentes que llegaban para cenar con ropa impecable y modales refinados. Caminaba entre ambas realidades, observando y aprendiendo. Pero esa no era mi vida; yo tenía mis propias aspiraciones. Durante esa época, aprendía guitarra, escribía poesía, componía una que otra canción. Anhelaba descubrir mi propio rumbo, conocer otras gentes y ciudades.

Mi madre temía profundamente que no continuáramos estudiando o que quedáramos atrapados en el bar sin más horizontes. Al finalizar mis estudios secundarios en 1998, la meta era clara: cursar una carrera universitaria. Sin embargo, en nuestro pueblo no había opciones. Viajar resultaba costoso, implicaba alquilar un apartamento en otra ciudad, y seguir ayudando en el bar a mi padre. No era una obligación que me impusieran, pero yo sentía que debía hacerlo.

Junto a mi madre, comenzamos a revisar folletos de carreras universitarias. Conseguimos una beca municipal y me inscribí en Administración de Empresas en la Universidad Nacional de Villa María, a cien kilómetros de Noetinger. Pese a mis inclinaciones humanísticas, decidí no darles prioridad, convencido de que debía buscar una salida inmediata y postergué mis verdaderos deseos.

Así llegó el día de mi partida. Recuerdo la luz filtrándose entre los árboles del Prado Español, enfrente de casa, mientras mi madre me seguía con la mirada fija desde la puerta. Recuerdo el motor del autobús alejándose del pueblo, el bullicio de la ciudad despertando en la terminal de destino, aulas llenas de alumnos, el aroma de una olla con fideos en la pensión, y fotocopias extendidas bajo la cálida luz de una lámpara.

Por la noche, recuerdo la cabina de teléfono en donde marcaba el número de casa y escuchaba la voz de mi madre, siempre sosegada: “Estudiá, solo estudiá”.

La carrera me resultaba ardua, pero me esforzaba. Me discipliné. Aprendí contabilidad, cálculos de intereses y más. Trabajé ocasionalmente en una verdulería, más tarde en un despacho jurídico… y los viernes regresaba al bar, entre las mesas familiares, las botellas, las voces conocidas, aunque mi mente ya estuviera encaminada hacia otros propósitos.

No estaba solo. Muchos otros estudiantes del interior recorrían el mismo camino: algunos con más recursos, otros con menos, pero todos con la misma urgencia de labrar un futuro. Éramos pobres, sí, pero no excluidos. Hallábamos rutas para nosotros, aunque las barreras eran tangibles.

Algunos compañeros se vieron obligados a abandonar por falta de ayuda, por estar solos. Otros optaron por caminos más cortos, aprendieron un oficio, buscaron otras soluciones. Yo no podía detenerme. Me lo había prometido a mí mismo, y se lo había prometido a mis padres. En mis manos, tenía una única carta, y necesitaba jugarla con determinación incansable.

Con el tiempo, mis visitas a casa se espaciaron cada dos o tres semanas. Al regresar, el bar me acogía como siempre: ayudaba en el mostrador, ganaba alguna moneda, escuchaba las mismas historias, veía los mismos rostros. Todo seguía igual, aunque yo ya no era el mismo. Mi cuerpo estaba allí, entre las mesas y la gente; mi mente, trazando caminos distintos.

Con el paso de los años obtuve mi primer título: Técnico Universitario en Administración. Pero ya había comenzado otra carrera, la de Letras, buscando nuevos horizontes, nuevos objetivos. Letras me devolvía esa pasión por la escritura, por las palabras, revivía mi temprana inclinación por los sonidos. Más tarde, estudiaría en Alemania, cumpliendo otro de mis grandes sueños. Sin embargo, lo cierto es que, por ese entonces, algo estaba a punto de cambiar. Aún no lo sabíamos, pero un evento trascendental pondría fin a lo que habíamos levantado durante años.

Y ese momento llegó cuando mi padre y sus hermanas decidieron vender la propiedad donde funcionaba el bar, aquel refugio que nos había sostenido por tanto tiempo. Así se cerró un capítulo que había marcado mi historia para siempre. Durante más de veinte años, no pude —aunque lo deseara— volver a poner pie en su vereda. No es fácil retornar a esos lugares que definen tu vida de una vez y por siempre.

No obstante, hace unos meses decidí caminar hacia lo que una vez fue el bar. Crucé la calle con la misma edad que tenía mi padre cuando enfermó, y esa coincidencia me sacudió un poco. Todo parecía suspendido en el tiempo y, a la vez, fluyendo lentamente. La puerta, la ventana, incluso las baldosas ajedrezadas mantenían ese latido que había olvidado.

Llamé a la puerta, ansioso por entrar, pero nadie respondió. Rodeé la estructura, bordeando el cerco; ya no estaban las plantas de higo ni las de granadas, pero permanecía el aljibe donde alguna vez había probado agua dulce de lluvia. Inhalé el aire cálido, evocando noches de silencio y colillas en el suelo, las voces y los pasos que llenaban el bar.

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Regresé al frente. Me detuve delante de la ventana. Todo seguía igual y, sin embargo, yo ya no pertenecía allí. Algo de mí se había quedado en ese lugar, entre el mostrador y las mesas. Caminé de nuevo hacia mi hogar, con la brisa de la tarde a mis espaldas.

Y mientras volvía, comprendí que ese bar había sido una especie de aprendizaje temprano sobre el sufrimiento. Entre esas personas, descubrí la soledad, la derrota y una terquedad por mantenerse de pie a pesar de todo. No lo entendía antes, pero fue allí donde empecé a comprender algo sobre el dolor humano, sobre sus silencios y lo que cada persona necesita para no desmoronarse. Allí aprendí que incluso la voluntad más firme enfrenta límites que no se eligen, y que la vida no siempre premia al que más se esfuerza, sino a quien está acompañado. Ellos estaban solos, absolutamente solos.

Nadie abrió la puerta del antiguo bar, y sin embargo sentí que todo lo vivido en aquel tiempo seguía conmigo, como si las manos invisibles que construyeron mi camino aún estuvieran ahí, silenciosas pero firmes, tejiendo historias que merecen ser contadas. La mía, la de tantos otros.

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