Aprender holandés junto a mi padre: una forma de conectar apesar de las dificultades

¿Quién se embarcaría en la aventura de aprender un idioma nuevo al pasar la barrera de los cuarenta? Se me ocurren varias situaciones: aquellos que emigran y se enfrentan a la necesidad urgente de adaptarse a un entorno desconocido; los apasionados por la cultura que desean leer los textos clásicos en su lengua original; y, finalmente, quienes sienten que tienen una cuenta pendiente. ¿Una cuenta pendiente? Exactamente. Yo pertenezco a este último grupo.

La Influencia de la Herencia Lingüística

«Dominar el holandés requiere tiempo», solía decir mi padre, nacido en Curazao en 1947, como una especie de reproche sobre mis lágrimas infantiles al escuchar el ronco murmullo de su idioma natal. Mi niñez transcurrió en España, en una época sin acceso a internet, donde obtener materiales educativos de otras lenguas era un desafío colosal. En casa solo teníamos un vinilo titulado In sprookjesbos en liedjestuin (“En el bosque de los cuentos de hadas y el jardín de las canciones”) que usábamos para practicar nuestra escucha. Volar a Curazao era una rareza, un evento reservado solo para ocasiones extraordinarias debido a los costos prohibitivos. Mi oma (abuela) intentaba comunicarse conmigo en un español impecable aprendido gracias a las telenovelas venezolanas, mientras que mi opa (abuelo) usaba un inglés que difícilmente yo entendía. Aunque mi padre hizo esfuerzos, siempre se dirigió a mí en español.

Un Nuevo Comienzo: Construyendo Puentes

Fue hace cinco años que decidí compensar el tiempo perdido siguiendo el buen consejo de mi amiga Mercedes Cebrián, quien no comprendía mi desinterés en aprender la lengua de mi familia. Desde entonces, mi padre y yo dedicamos unas horas semanales a la traducción conjunta. Nos referimos a esto como «hacer holandés», como si fuese una actividad recreativa. Mi padre recita lentamente los textos, y yo repito, aunque a menudo tengo la sensación de que no me entiende, o quizás es que está perdiendo audición, me digo a mí mismo para consolarme. «¡Zee significa mar, con ee [e:]! ¿No lo escuchas? Es ee [e:], necesitas pronunciarlo correctamente», me instruye. Algunas diferencias me parecen tan sutiles que resultan prácticamente invisibles para mí.

La gramática del neerlandés es bastante compleja: los verbos suelen ubicarse al final de las oraciones y, a veces, se descomponen en partículas separadas que pueden confundir a los hablantes de español. Por ejemplo, aandoen (ponerse) se transforma en Ik doe mijn jas aan (yo me pongo mi abrigo), situando doe y aan en lugares distintos.

Adentrarse en un idioma significa también aprender nuevos sonidos, mucho como un músico de jazz que intenta dominar el barroco. La paciencia es imprescindible, y en las relaciones padre e hijo, esto puede escasear.

He logrado comprender el telediario en makkelijke taal (lengua fácil) de NOS (Nederlandse Omroep Stichting). No lo hago por deseo de comunicarme con los antiguos espíritus de mi linaje, ni para leer sin ayuda de traductores los escritos de mi bisabuelo, el folclorista Nicolaas van Meeteren. A veces me pregunto si lo hago por temor a que el deterioro de la memoria de mi padre lo prive del castellano, limitando nuestra comunicación. A veces, su exposición se enreda tanto que pierdo el sentido de sus historias.

Poco antes de su muerte, mi oma empezaba a confundirse entre las lenguas que dominaba (holandés, papiamento, español e inglés), casi como si fuera una víctima de la maldición de Babel. Mis esfuerzos son considerables; entre descansos, practico con Duolingo. Además, con la ayuda de mi profesora, Anneloes Schoenmakers, he expandido mi vocabulario básico a términos como dichter (poeta), navel (ombligo) y vreemdeling (forastero), junto con palabras como hottentottententoonstelling (exposición de tiendas de campaña de los hotentotes), que aunque difíciles de insertar en una conversación diaria, todos los estudiantes de holandés aprenden.

Resulta revelador cuando mis abuelos llamaban a casa y mi padre respondía prima, prima y prima (de acuerdo, de acuerdo y de acuerdo), y no se refería a ninguna pariente cercana.

Al expresar mi deseo de aprender su lengua, mi padre se mostró regocijado, encantado de que uno de sus hijos, al fin, tuviera interés por su cultura. Esto le dio la oportunidad de sentirse nuevamente como una figura de autoridad, algo que con el tiempo se desdibuja. Al otro día, me entregó una carpeta colorida con las primeras frases que debía aprender: «Ik ben Ignacio Vleming» (yo soy Ignacio Vleming); «Mijn vader werkte in de wijnsector en mijn moeder was verpleegster in het ziekenhuis» (mi padre trabajaba en el sector vitivinícola y mi madre era enfermera en el hospital); «Ik ben in Madrid geboren» (yo he nacido en Madrid) o «Van beroep ben ik journalist, maar in mijn vrije tijd schrijf ik gedichten» (mi profesión es periodista, pero en mi tiempo libre escribo poesías).

Me sorprendí con esta declaración. «¡Papá, mi trabajo no es un pasatiempo!», le dije defendiéndome. «No escribo poemas en mis ratos libres, soy un poeta consagrado con varios libros publicados». En su único intento de leer mi primer poemario, “Clima artificial de primavera”, lo percibió como una historia cuya trama no entendía del todo. ¿Qué bosque? ¿Cómo podía interpretar esos versos como una novela? Mi familia nunca me ha visto en serio del todo. Quizás mi empeño por el holandés es mi manera de reivindicarme.

El cuestionamiento persiste: ¿por qué un adulto aprende un idioma nuevo? A menudo me enfrento a esta pregunta cuando, inesperadamente, cruzo fronteras con mi pasaporte del Reino de los Países Bajos, temiendo un examen sorpresa de pronunciación. Sería maravilloso que, al igual que el color de ojos, las lenguas se heredaran. ¿Podría algún día despertar y descubrir que holandés brota de mis labios? Tal vez la inteligencia artificial se convierta en nuestro traductor personal, liberándonos de la carga de memorizar interminables listas de verbos irregulares.

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Con mi padre leemos juntos clásicos de la literatura antillana como Mijn zuster de negerin de Cola Debrot y Dubbelspel de Frank Martinus Arion. A veces, no sólo traducimos, sino que él detalla el contexto histórico y cultural. Cuando el agotamiento me vence, lo dejo proseguir: nuestro ejercicio de «hacer holandés» fue siempre una excusa para disfrutar de nuestra compañía.

Como en la música, las conversaciones tienen ritmo y tonalidad. A veces se aceleran y a veces se calman, ofreciendo un espectro único de emociones. Escucho sus historias sobre Curazao con la atención prestada a un solo de trompeta, aunque a veces no puedo contenerme y exijo espacio para demostrar cuánto he avanzado.

Recientemente, lo que más me ha dolido es lo que mi padre le comentaba a mi tía, tante Heddy, en español, ella siempre apreciaba mi intento de hablarle en su idioma. “Hoe gaat het, Nacho? je spreekt goed Nederlands”, me dice con halagos. Aunque mi respuesta en holandés suele confundirse con el inglés, estoy seguro de que mi progreso la impresiona. Ella misma afirma que el español tampoco es fácil para ella, frecuentemente luchando con su complicada gramática. Sin embargo, el esfuerzo ha valido la pena y enriquecido nuestro vínculo.

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Mi padre, quizás para no permitir que me confíe en demasía, le confiesa a su hermana que no entiende mis palabras al hablar en su lengua. Tal vez es una invención para asegurarse de que siga visitándolo. La frustración me embarga y me recuerda la pregunta que me hice al principio: ¿quién se atrevería con un idioma nuevo después de los cuarenta?

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