A los 35 años, la posibilidad de ser madre dejó de ser algo distante y se convirtió en una decisión inmediata. La ruptura a los 30, tras siete años en pareja, había desbaratado mis previsiones. Durante mucho tiempo, me debatí entre mis convicciones feministas y el deseo latente de la maternidad, haciendo listas interminables de pros y contras. Me cuestionaba si era víctima del patriarcado o si realmente escuchaba mi voz interior más profunda.
El desafío de preservar la fertilidad
En el mes de noviembre, opté por la congelación de óvulos. “Es un seguro”, me decían, como si fuera un trámite sencillo. Sin embargo, nadie mencionaba lo que implica físicamente, someterse a un bombardeo hormonal y gastar dinero en un procedimiento sin certezas. Ni siquiera las mutuales lo reconocen como algo a cubrir.
Me cuestionaba por qué tantas de nosotras queremos ser madres mientras gestionaba los siete estudios necesarios entre reuniones laborales. “¿Por qué duele tanto renunciar a ello?” Las dudas me asaltaban mientras coordinaba análisis que debían realizarse en horarios específicos, absteniéndome de ejercicio y relaciones la noche anterior.
Reflexiones personales sobre la maternidad
Una de las preguntas que más me intriga es si este deseo es realmente mío o si es impuesto. Y si lo es a través de mi familia, mi educación católica o mi entorno, ¿no pasa así a ser mío también? Ser moldeada por mandatos inconscientes, ¿está realmente mal? Aunque esos mandatos también me construyeron.
Me cuestiono diariamente si soportaría una vida sin hijos. Creo que sí, pero no estoy segura. No quiero sentirme obligada a decidirlo ahora.
***
En mi primera consulta, la doctora me presentó gráficos en un monitor, ligeramente volteado hacia mí. Me mostró estadísticas con base en estudios de 2012 de Estados Unidos, revelando porcentajes de éxito según la edad, curvas de probabilidades, números intentando prever mi futuro.
Todo en esa consulta inicial me sugería que si tiene que suceder, sucederá; si no, no pasará. La vida impone su ritmo, y en realidad, uno no decide nada. Toda la escena me evocaba inexplicablemente a Dios.
Tomar esta decisión está siendo agotador y aún no elijo realmente tener hijos, solo congelar. A veces, cuando el tiempo se agota, el verdadero deseo sale a flote, como cuando lanzas una moneda al aire y en ese tenso momento descubres qué lado esperas que caiga.
“¿Y si tengo hijos y después me arrepiento?”, me pregunto mientras regreso a casa en el colectivo por Avenida Santa Fe.
***
Conforme avanzan las consultas, siento que estoy perdiendo perspectiva.
Mis ojos están tan hinchados que apenas los abro. Siento que los párpados me van a explotar por la retención de líquidos. La médica me había dicho que podría ganar hasta 3 kilos durante el tratamiento hormonal; yo siento que ya subí al menos 5, pero evito la balanza.
Más que congelación de óvulos, ese término optimista y atractivo, debería llamarse estimulación ovárica intensa con altas dosis de hormonas durante 10 días para lograr suficiente calidad en el material reproductivo que permita su congelación. Incluso me advirtieron en la primera consulta que sin un análisis adecuado de los óvulos extraídos, no sabrían si valía la pena conservarlos.
Mi abdomen está inflamado, como si estuviera embarazada de tres meses, excepto por los pequeños hematomas y marcas alrededor del ombligo de las inyecciones. Perdí la cuenta de cuántas me apliqué. Miro el calendario de mi teléfono compulsivamente. Estoy en el noveno día. No es nada, me repito. Son solo 9 días en toda una vida. Tengo que resistir, un poco más. Tal como me he dicho desde que decidí iniciar el proceso de criopreservación de óvulos.
Oriana, la enfermera que me ayuda con las inyecciones en el centro de fertilidad, me tranquiliza diciendo que todo va a salir bien, mientras limpia con algodón y alcohol mi piel alrededor del ombligo. Le digo que estoy agotada, que las hormonas me tienen mal. Le pido disculpas por llorar tanto, afirmando que está todo bien, que hoy me darán la fecha del procedimiento y todo esto acabará. Ella me dice con calidez, “desahógate, desahógate todo lo que necesites, que adentro no sirve de nada”, su calidez contrasta con la frialdad profesional de la médica. Me dejó llorar y luego me aplicó la inyección con la delicadeza de un ángel. Ni sentí el pinchazo.
Al inicio del tratamiento no fue tan duro, pero ahora siento la carga de tantas inyecciones acumuladas. Le comenté a la doctora: “Estoy muy hinchada”, mientras ajustaba mi pantalón tratando de cerrármelo. “Eso es bueno”, respondió en su tono habitual, “significa que el medicamento está funcionando”.
Mientras algunos folículos crecían demasiado poco, otros se desarrollaban en exceso. La doctora explicó que debíamos frenar a los más avanzados para que no se “pasaran de maduros” y dar oportunidad a los más pequeños para reaccionar. Así que me recetó una inyección antagónica. Como si no fuera suficiente con el cóctel hormonal, ahora también tenía que administrar algo para detener el crecimiento. Sentí que ya no tenía control sobre mi cuerpo, que ahora era territorio de la médica, siguiendo sus instrucciones a cualquier costo. Mi cuerpo se había convertido en su espacio de trabajo, y yo solo era una espectadora. Esa sensación de perder el control es algo que detesto de las consultas médicas.
Hoy es el noveno día, el día del tercer y último monitoreo. Al finalizar la consulta, la doctora me comunica que estoy lista para la aspiración. La palabra “aspiración” me produce un nudo en el estómago al escribirla.
Mis ovarios no producirán más de lo que ya han producido.
-Ya respondieron lo máximo que podían a las hormonas. No esperes más.
La doctora menciona: “Es hora de la fase final” y me entrega una nota con la última medicación para inyectarme, junto con las instrucciones para la aspiración. Ya no me sorprenden ni me atemorizan. Los horarios, los ayunos, el descanso y la hidratación ahora me resultan manejables. A diferencia de la primera vez, donde salí abrumada por tantas directrices, temerosa de olvidar algo. Después de diez días, me resulta natural administrar las inyecciones yo misma a medianoche. Soy inmune a sus explicaciones y ella se da cuenta, me dice: “Estás canchera ya, ¿o no?”.
No le contesto, solo hago un gesto indefinido y le pido que recapitule la hora en que debo aplicar la última dosis, el último pinchazo, exactamente 12 horas antes del procedimiento.
No puedo decir si la doctora me cae bien, apenas veo su rostro. Percibo un ambo, un barbijo celeste, unos crocs blancos con un broche de fresa y gafas de marco transparente similares a las mías. Su piel es clara y fina y el cabello rubio. En un centro comercial, no creo reconocerla. No logro establecer un apego afectivo, a pesar de la importancia del momento. Ella se mantiene distante, a pesar de mi inversión económica y emocional, y mientras yo pongo el cuerpo, su tranquilidad me deja sin respuestas a mi ansiedad. Paso a paso, me repite. No responde mis preguntas: ¿voy bien? ¿Hay muchos folículos? ¿Son suficientes? ¿Estoy en la media? Ella simplemente dice que vamos viendo, paso a paso.
***
En la sala de espera, me siento invadida por la inseguridad de estar haciendo todo mal, de estar siempre en contracorriente. ¿Por qué no fui madre en mis veintes, mientras era más fértil? ¿Por qué no me conformé con lo posible? Me consideraba moderna, feminista y libre, y ahora me encuentro aquí, en el centro de fertilidad, temiendo que mi tiempo haya acabado. ¿Por qué no tomé lo que había? ¿Por qué siempre cuestiono tanto? Tal vez porque siempre supe que la maternidad no se decide racionalmente, sin importar cuántas listas de pros y contras haga.
Una enfermera me avisa que es mi turno. Entro al quirófano en camilla, desnuda, solo cubierta con una bata blanca y liviana, y con las piernas abiertas como si fuera a parir. El quirófano está helado. El médico es amable, me toma de la mano y me dice: “Relájate, todo está bien. ¿Qué tipo de música te gusta?”. En el ambiente suena música pop por encima del zumbido de las máquinas.
Estoy aterrada, incapaz de responderle y comienzo a llorar. Él me aprieta la mano y extiende mi brazo hacia la anestesióloga. Ella busca una vena, pero no la encuentra, haciéndome sentir aún más nerviosa. Las 12 horas de ayuno y el frío hacen que mis venas estén muy finas.
“¿Te llaman Vicky?”, pregunta el médico. Asiento con la cabeza. Llega mi doctora, solo para supervisar sin intervenir. La reconozco por sus gafas y los crocs con el broche rosa. Me ve llorando, me aprieta la mano y sonríe en silencio.
Finalmente, la anestesióloga encuentra la vena. Siento la aguja atravesar mi antebrazo.
***
Al despertar, estoy sola en una pequeña habitación, cerca de un biombo de tela, con las piernas dobladas de una forma poco natural pero sin atreverme a moverme. Me doy cuenta de que ya todo pasó. Una enfermera entra tras la cortina al oírme sollozar, me dice que el médico vendrá a verme pronto.
Momentos después, llega Nicolás, que me toca un pie sobre la sábana y me dice: “Todo está bien, conseguimos extraer muchos óvulos”. Le sonrío recostada, esbozando una sonrisa honesta en medio de un llanto incontrolable.
Las enfermeras dejaron mi bolso al alcance, en una mesa al lado de la camilla. Busco mi celular y le envío un WhatsApp a mi mamá que me espera sola en la planta baja:
Ya salí, está todo ok. Y un emoji sonriente amarillo.
