Vida personal: aún sigo remando a los 89 años. Mi mensaje a los jóvenes: si yo puedo, ustedes también

El 8 de febrero próximo, llegaré a los 90 años y todavía continúo practicando remo. No es una figura retórica, aunque en Argentina uno siempre está “remando”. Lo digo de manera literal: remo principalmente en el río Tigre y en el Luján. Muchos piensan que a mi edad debería estar visitando doctores, conversando con otros jubilados en la plaza, o incluso sumido en pensamientos sobre el final de la vida. Sin embargo, sigo motivado y participo en cualquier competencia de remo, tanto a nivel nacional como internacional, que se presente.

Un Equipo de “Pibes”

En la actualidad, compito en remo de travesía y remo master junto a dos amigos “jóvenes”: Miguel Angel Carrere, de 85 años, y Angel Montero Bustamante, de 80. Juntos formamos un equipo en la categoría “Más 85”, dado que las categorías se calculan promediando la edad de todos los miembros. Nuestros clubes son diferentes; ellos pertenecen al Club de Regatas La Marina y yo al Club Náutico Hacoaj. Nuestro trío es conocido como “Los Pibes” y somos un caso tan excepcional que incluso protagonizamos un documental llamado “Remar”, recientemente estrenado en el Gaumont. La película transmite un potente mensaje a los jóvenes: si nosotros lo logramos, cualquiera puede hacerlo.

El remo es considerado un deporte de riesgo debido a las deficientes condiciones de navegación y la falta de supervisión por parte de la Prefectura Naval Argentina. Sin embargo, no le temo a los peligros del río; siempre digo que, si no he sufrido ningún accidente grave, es porque Dios también es remero.

Siempre el río. “Los Pibes” -así nos llaman- entrenando en una escena del filme @remardocumental. Desde la izquierda: Angel Montero Bustamante (80), Bernardo Bulgach (89) y Miguel Angel Carrere (85).

Desafíos y Anécdotas del Río

Tengo infinidad de anécdotas, pero una de las más destacadas ocurrió hace unos cinco años. Durante una regata que unía Zárate con Tigre (65 km), una sudestada nos sorprendió mientras remábamos por el río Paraná en invierno. El viento frío y la corriente estaban en contra. Un descuido de un compañero hizo que perdiéramos el control del timón y cayéramos al agua helada. Una lancha de rescate llegó rápidamente, llevándonos a la Prefectura de Escobar, donde nos ayudaron a calentarnos. Para mí, no fue más que otra experiencia para añadir a mi colección. Los desafíos y peligros del río siempre se ven compensados por la magia que ofrece.

Descubrí por primera vez esta experiencia a los 13 años, al comenzar a remar en el club. Montarme en un bote significaba conectarme con la naturaleza, escuchar el canto de los pájaros y soñar. Remar en compañía durante todos estos años, a mis 89 años, continúa siendo invaluable. Junto a mis amigos de remo, las conversaciones oscilan entre bisnietos, nietos, el país, y la vida en general. Los numerosos premios y reconocimientos que he recibido son el complemento perfecto a esta pasión. Aunque actualmente la categoría “Más 85” es la máxima, estoy decidido a llegar a inaugurar personalmente la categoría “Más 90”.

Planeo continuar compitiendo hasta que mi cuerpo diga “basta”, lo que parece ser muy lejano. Mi equipo médico, compuesto por un cardiólogo deportólogo y una gerontóloga, me anima a seguir. Milagrosamente, o gracias al remo y quizás a mi genética, solo tomo una medicación preventiva para el corazón, indicada por mi cardiólogo debido a mi intensa actividad física. Asociación que he compartido en congresos médicos debido al gran interés que genera mi caso.

El remo, aunque es un deporte exigente en cuanto a preparación física, me ha enseñado valiosas lecciones sobre cómo enfrentar y superar retos, tanto dentro como fuera del agua.

A menudo me preguntan cómo sería mi vida sin el remo. Sencillamente, la imagino vacía. A mi edad, una actividad como esta ofrece calidad de vida. Mis días giran en torno a las regatas, los entrenamientos y las celebraciones con camaradas. La camaradería y la alegría son esenciales para un “pibe” como yo.

Debo admitir que, aunque esté cerca de los 90, a veces siento que soy un estudiante. Mi “año” comienza en marzo con las travesías y termina en noviembre después de la última regata de la temporada. Compito en alrededor de ocho o nueve regatas al año. Tengo gran expectativa por el campeonato sudamericano de remo, que se llevará a cabo el próximo año en Asunción, Paraguay. Mi bote favorito es el de ocho tripulantes, que demuestra el verdadero trabajo en equipo: todos remando hacia el mismo lado.

Mi afinidad por el remo, que considero un formador de carácter, se remonta a mi adolescencia hace 77 años. En uno de esos días de primavera, mientras compartíamos una merienda familiar en el Rosedal, una pariente le sugirió a mi madre inscribirme en Hacoaj.

El deporte no era ajeno a mí. Desde joven frecuentaba la Asociación Cristiana de Jóvenes varias veces a la semana tras salir de la escuela. La diversidad religiosa no era un problema, ya que muchos socios eran judíos, como yo. Podría ser que buscaba socializar, ya que mis hermanas mayores ya estaban casadas cuando yo tenía solo siete años, dejando una sensación de ser hijo único. La decisión de mis padres de apuntarme al club no tardó en dar frutos; apenas pisé el club, algo me atrajo hacia la rampa de los botes, un amor a primera vista. Me gusta pensar que mi afición por el agua proviene de mis padres, quienes emigraron desde Rusia a Argentina en un barco, escapando de los pogromos y buscando un futuro prometedor.

En el club conocí a mis primeros amigos del remo, muchos de los cuales me han acompañado toda la vida. Inicialmente hacíamos paseos en bote, pero pronto un entrenador nos reunió y comencé a formar parte del grupo.

Desde el inicio fui hábil en este deporte. A los 16 años ya participaba en regatas internas e internacionales que requerían entrenamiento constante los fines de semana. Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, no sé si fue el azar o mi amor al agua lo que me llevó a la ingeniería naval, aunque no la terminé, disfruté de lo aprendido.

Durante mis años universitarios, un fratello del remo, “Coco” Fefer, y yo entrenábamos en el Tigre. Nada detenía esos momentos: ni el frío ni los compromisos. Luego, tuve que apartarme del remo competitivo a los 22 años, cuando mis estudios y mi relación con Nelly, quien sería mi esposa de 52 años y madre de mis cuatro hijos, demandaron más tiempo. De nuevo, fue gracias al remo que conocí a Nelly a través de “Tito” Mizraji.

Me casé, comencé a trabajar en un astillero y dejé de remar y estudiar un tiempo. Sin embargo, volví a la universidad y terminé mi carrera en ingeniería mecánica, complementada con un posgrado en ingeniería siderúrgica. A los 27 años, regresé al remo competitivo. Nelly, siendo también deportista, siempre me apoyó, aunque mi compromiso con las regatas a menudo causaba discusiones debido a mi ausencia los fines de semana.

Tuve cuatro hijos varones. A pesar de que todos tuvieron experiencias ocasionales con el remo y compartimos algunas jornadas juntos, mi pasión por el deporte encontró un eco auténtico en mi tercer hijo, Pablo, conocido como Pato. Tanto es así que ganó una medalla de oro en los Juegos Panamericanos de Indianápolis en 1987.

Creo que el remo y los vínculos afectivos son lo que me mantiene vivo y me impulsa a seguir pensando en el futuro. No hay duda de que mi camino está lleno de nuevos proyectos.

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