Hace veinticuatro años que me trasladé a Miami. Todavía no he podido adaptarme a los Fahrenheit, las yardas o los galones, por lo que he optado por mantener el desayuno continental y, por supuesto, el amor por el fútbol. Ningún deporte estadounidense puede reemplazarlo: ni el béisbol, ni el fútbol americano, ni la NBA.
Momentos inesperados
Planeé terminar mi jornada laboral a las cinco de la tarde, pero ya son más de las siete y continúo ocupado, porque a veces las cosas no salen como uno espera. Justo en ese momento recibo un mensaje de texto de mi hijo: Tigre ha marcado un gol. Ni Liverpool ni Barcelona, ni siquiera Messi; fue Tigre quien anotó.
La historia de un legado interrumpido
Cuando me establecí aquí, llegué con mi equipaje repleto de ropa, libros y una lesión de ligamentos que me obligó a abandonar el fútbol, justo cuando mi hijo era muy pequeño para recordar mis jugadas. No me vio en acción con mis dribles, caños y rabonas. Mi rodilla frenó mis juegos en Miami Beach al igual que su inclinación por los deportes.
Celebraciones que marcan el camino
Mis esperanzas de conectar con mi hijo a través del fútbol parecían perdidas hasta que llegó el mundial en Qatar. A diferencia de otras ciudades en EE. UU., en Miami se vivía con intensidad. Gracias a Lionel Messi, el amor por la selección argentina se hizo sentir, incluso entre aquellos que normalmente no la seguirían. Durante ese diciembre, celebramos en Manolo, un rincón emblemático en Little Buenos Aires, con mi hijo de 19 años registrando todo como si fuéramos los mayores aficionados. Pero cuando el mundial concluyó, también lo hizo su interés, hasta la Copa América. Asistir a un partido de Argentina en el Hard Rock Stadium influyó en él más de lo que imaginé.
Lo hizo a su manera.
Decidió, con tiempo y análisis, seguir a clubes como Liverpool y Barcelona, equipos que ahora destacan entre los mejores del mundo. Al estilo americano, se documentó usando aplicaciones y datos, cual experto analista deportivo, haciendo aciertos más certeros que los míos pese a mi experiencia de décadas.
Recibo otro mensaje sobre un jugador llamado Ignacio Russo, un delantero prometedor. Le pregunto a mi hijo si es propiedad de Tigre o está cedido. Resulta que está a préstamo. Bajé la misma aplicación, pero prefiero preguntarle para disfrutar este proceso de conexión con él. Pasar tiempo juntos viendo un partido mientras cruzamos la ciudad con cafés de “Three Palms” es ahora mi momento predilecto.
Hablar de un “vínculo” me resulta interesante, pero prefiero el término inglés “bonding” porque me recuerda a “bondi”. Fortalecer una relación es como viajar en colectivo, aprovechando aquel tiempo muerto para estar juntos y compartir lo que sea.
Con la misma frecuencia, los abuelos de mi hijo sostienen conversaciones con él y resulta que no se trata de las novedades, sino de mantener un contacto continuo. Las historias simples tienen valor por ese sentido de cercanía.
A lo largo del tiempo, es el fútbol el que ha ido tejiendo puentes en nuestra relación. Mis comienzos en el deporte se entrecruzan con la narrativa que he abrazado como escritor. Las novelas que he escrito a menudo tienen al fútbol en papel secundario, reflejando esa conexión íntima y familiar que perdura. Alrededor de este deporte, encontramos un espacio común que transforma lo ordinario en algo extraordinario.
Como escritor, paso mucho tiempo consumiendo literatura, cumpliendo con obligaciones personales y disfrutando del fútbol. Sin embargo, con el paso del tiempo, descubrí que mi apreciación por el deporte disminuyó, sintiendo un vacío al terminar de ver partidos. Fue mi hijo quien revivió mi interés, convirtiéndolo en una actividad compartida que ahora significa un mundo completamente nuevo para ambos.