La historia de Matías McLurg es representativa de muchos de su generación. Como empresario de una pequeña y mediana empresa, dedica numerosas horas transitando entre su oficina y sus negocios, además de invertir tiempo en la crianza de sus tres hijos, de 7, 4 y 2 años. Sin embargo, se distingue en su sector, la gastronomía, por una faceta poco común: Matías no solo enfrenta las llamas en la cocina, también lo hace como bombero.
Atiende una llamada de Clarín un viernes por la mañana, señalando que esa noche no dormirá en su hogar debido a su guardia en el cuartel de Bomberos Voluntarios de Avellaneda, el cuarto más antiguo del país.
Una trayectoria significativa
“La fundación de los bomberos tuvo lugar en el sur de la Capital, por ello el de La Boca es el primero”, explica para contextualizar la importancia histórica del de Avellaneda, que data de 1897.
Tiene además un papel crucial operativamente: “Contamos con dos de los estadios más grandes del país, el río y la autopista; ofrecemos un servicio de emergencia esencial y todos lo hacemos de manera voluntaria”.
“Mi vida se reparte entre dos profesiones. Una que me permite pagar las cuentas es la de empresario, que intento desempeñar. La otra, ser bombero, no me reporta ingresos ya que el 95% de los bomberos en Argentina somos voluntarios”, destaca.
Sabores que moldean caminos
Matías McLurg nació hace 41 años en Francia, siendo hijo de una madre argentina exiliada durante la dictadura y un padre escocés. En su hogar, su madre le hablaba en español; su padre, en inglés; y en la escuela y con los amigos jugaba y aprendía en francés, también fue que descubrió sabores más allá de las milanesas que le preparaba su mamá.
“Vivía en un edificio alto en un barrio asiático en las afueras de París. No era un barrio chino sino habitado por descendientes de la colonia francesa en Indochina: Vietnam, Camboya… y ahí comencé a disfrutar de la comida vietnamita”, recuerda.
Estos sabores formaron su paladar y, con el tiempo, su conexión con Argentina, adonde venía de vacaciones familiares a Córdoba, lo trajo de regreso. Se estableció, se licenció en Derecho, trabajó como abogado, y en un perfecto español porteño cuenta que llegó un momento de crisis vocacional: “No me sentía realizado en mi ocupación. Entonces, apareció la opción junto a un socio de abrir un negocio culinario”.
El papel esencial de esos sabores infantiles lo llevó a abrir un restaurante que sirviera los platos de su predilección y que solía compartir con sus amigos asiáticos. En 2016, nació así Saigón, un noodle bar en un punto clave dentro del Mercado de San Telmo, mientras evolucionaba hacia un mercado gourmet.
“No somos ni seremos nunca pioneros”, es claro en afirmar, antes de señalar que en su local se dio “una apropiación cultural compartida” y reconoce como pionero local de la comida vietnamita al extinto Green Bamboo.
Durante esa época, la cocina asiática comenzaba a posicionarse; el sushi había empezado a consolidarse y existía un pequeño auge turístico hacia el Sudeste asiático. “El paladar argentino estaba en plena revolución, deseando salir de la tríada de pizza, empanadas y pasta dominada por la harina de trigo”.
“Crecí pensando que nunca me dedicaría a los negocios: mi padre trabajaba en la UNESCO y mi madre era psicóloga. Sin embargo, inesperadamente abrimos un restaurante exitoso. Esto me sumergió en un nuevo ecosistema y lenguaje; tuve un enorme proceso de aprendizaje”, explica McLurg, quien decidió realizar la capacitación necesaria para evolucionar de comerciante a empresario (“implicar desarrollar una visión estratégica a mediano y largo plazo”).
Inició un curso de dirección de Pymes en el IAE y subraya la importancia de su participación en los grupos de la ONG Adiras: “son pequeños grupos de entre 5 y 6 propietarios de pymes que se reúnen mensualmente para compartir desafíos e ideas”. “Los emprendedores emprendemos muy bien la operación, pero a menudo no pensamos en cómo expandirnos y financiarnos”, explica.
Descubrió que para el éxito de cualquier negocio el momento es crucial, “que el mercado esté listo para recibir un producto”, y obviamente que ese producto cumpla con las expectativas. Matías atribuye el éxito de Saigón a estos factores y confía en sus nuevos emprendimientos. Uno de ellos es Impulso, un pequeño café de especialidad en Villa Ortúzar, “donde buscamos ofrecer un excelente café para motivarnos en una ciudad desafiante donde siempre vivimos apresurados”.
El segundo proyecto lo conectó con su adolescencia y los bocadillos que comía en las calles del vecindario: los bánh mí. “Bánh mí significa entre panes. El pueblo vietnamita es excepcional, con una rica historia y tradición. Son fuertes y perseverantes, y adoptaron lo único positivo que pudieron obtener de la colonia francesa, su tradición culinaria, combinándola con la suya”, explica.
El bánh mí es una baguette cortada a la mitad, untada con manteca (herencia francesa), y rellena con carne marinada, cerdo laqueado, y múltiples ingredientes más. “Siempre lleva encurtidos de zanahoria y nabo, cilantro y pepino. Es muy popular, se vende en cada esquina de Vietnam, es práctico de comer y accesible”, describe McLurg.
“Es la estrella de la comida callejera vietnamita, y está presente en ciudades como Berlín, Sídney y Nueva York. En los últimos años ha cobrado gran relevancia”, afirma sobre este sándwich, que equipara a la hamburguesa en su potencial de expansión.
Con esta intención, junto a su socio Nicolás Sánchez, abrió hace un mes Bánh Mí Company, una sandwichería en la zona de la Facultad de Medicina: “Queremos popularizar la comida vietnamita, que es deliciosa, saludable, ideal para una comida rápida y a buen precio”.
Impulsados por un propósito
Para él, en cualquier iniciativa, “es esencial desarrollar un propósito que todos comprendan. La rentabilidad es el resultado de ese propósito, no necesariamente el fin”. Aquí retoma su “segunda profesión”, la que lo empuja a vestir el uniforme y salir a combatir cualquier emergencia.
“Desde pequeño, siempre me fascinó ser bombero. Pero hace alrededor de diez años, mientras aún trabajaba como abogado, una vez que estaba realizando gestiones en el Polo Judicial de Avellaneda, decidí ir al cuartel y preguntar cómo podía unirme”.
Ser bombero no es solo una carrera, asegura, “es ante todo una vocación”. Tanto que decidió mudarse con su familia a Avellaneda para estar cerca del cuartel. Relata que ahí la sirena no suena debido a la densidad poblacional, pero que cuentan con una radio que los alerta cuando es el momento de actuar.
“Entre la empresa, los niños y mi esposa, no tengo tiempo, y a veces me pregunto para qué sigo siendo bombero. Sin embargo, al montarme en el camión rumbo a una emergencia, es una sensación única: ningún otro momento se compara. Vivimos en tiempos donde muchos no encuentran su propósito; yo tengo claro el mío, qué quiero lograr para mí, mi familia y mi comunidad. Mi misión es ir, extinguir el fuego y salvar vidas. La misión nos impulsa de por sí”, enfatiza.
Reflexiona: “Llevar a cabo una actividad sin esperar nada a cambio resulta muy gratificante. Constantemente negociamos: con nuestros hijos, para recibir amor; con nuestros jefes, para obtener reconocimiento. Siempre buscamos recursos, tangibles e intangibles. Aquí es un verdadero acto de entrega. Si lo deseas, regálame una sonrisa, pero no espero nada de ti, solo que continúes existiendo”.
Después de casi una década como bombero, narra un rescate que le tocó emocionalmente y técnicamente, una pareja atropellada por el tren a la que lograron salvar, pero que falleció en el hospital. Y enfatiza que algo que lo impacta es encontrar ancianos solos en sus hogares al forzar las puertas, según explica en la jerga. “Muchas personas viven su vejez en soledad, y ser testigo de eso es doloroso”, señala.
Asegura que las llamadas para rescatar gatitos son realidad y cuenta la anécdota más reciente.
“El 24 de diciembre acostamos a los niños temprano, pensando que Papá Noel llegaría durante la noche. Luego de acostarnos a las 22:30, a las 23 sonó la alarma. Salimos corriendo, era alguien caído al río, me lancé al Riachuelo y afortunadamente no logró ser. De regreso al cuartel nos avisaron de un incendio en Villa Tranquila. Lo atendimos y justo antes de la medianoche los vecinos nos invitaron a celebrar adentro. Fue una escena surrealista, todos reunidos, vestidos y compartiendo sidra, budines, empanadas. Regresamos con las manos llenas de algo más que regalos”, comparte Matías, dejando entrever que fue el agradecimiento y el espíritu de la comunidad lo que realmente llenó su corazón.
AS
