Superó un terremoto destructivo, lo perdió todo y convirtió su dolor en arte

El día que el suelo se estremeció, él se aferró a un lápiz. El 25 de enero de 1999, un terremoto de 6.2 grados golpeó Armenia, situada en el corazón del eje cafetero colombiano. A la edad de cinco años, Jorman Gutiérrez sintió un movimiento interior mientras, afuera, se contaban las víctimas y se levantaban escombros. Con un ladrillo, comenzó a trazar imágenes en el lugar donde antes se erigía su hogar. “Era mi manera de intentar comprender lo sucedido”, mencionaría tiempo después. Actualmente, sus creaciones se exhiben en la Casa del Bicentenario en Buenos Aires, reverberando todavía con el eco de aquel primer sismo.

El comienzo de un viaje artístico

Desde los tres años, Jorman y su hermano menor experimentaron su primer terremoto emocional al ser abandonados por su madre en un basurero. “Llevaba una mochila celeste con la cara del Pato Donald, donde guardaba mis pertenencias. Mi abuela nos halló y encontró a mi hermano comiendo basura. Nos llevó a su hogar y contactó a mi padre, quien estaba en otro lugar trabajando para mantenernos”, relata. Al año siguiente, la sacudida de Armenia, Colombia, alteró definitivamente su existencia.

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El impacto del terremoto

“El sismo ocurrió cuando tenía cuatro años. En un instante, toda la ciudad quedó devastada. No hubo tiempo para reaccionar ni recursos para ayuda o para hospitales. Nos encontramos completamente desamparados. Mi abuela salió muy malherida. Mi hermanito perdió los dedos de su mano. Mi papá, que vivía en otro pueblo para enviar comida, se enteró por casualidad. Al enterarse, corrió a rescatarnos y se llevó a mi hermanito en el primer helicóptero que encontró, que había llegado para cubrir un partido de fútbol”, narra.

El refugio en el arte

Jorman y su abuela quedaron expuestos a la intemperie, viviendo en las calles. Durante varios días, perdió la vista: “El polvo llenó mis ojos. Mi abuela vendaba mis ojos con tela y aplicaba gotas de agua de panela, una infusión común con caña de azúcar en Colombia, para limpiar lentamente mis ojos”.

Aquel polvo, que le impidió ver, también ofreció una forma de protección. “Tuve suerte de no haber visto el sufrimiento, la sangre. Recuerdo borrosamente a mi hermano cuando mi padre lo levantó. Incluso recreé esa escena en Buenos Aires”.

En medio del desorden, surgió la expresión artística. “Cuando me recuperé, comencé a dibujar en el suelo con restos de ladrillos rojos. Trazaba con cualquier material disponible. Entré en un mundo propio. Quizás para evadir el dolor, pero nació algo muy instintivo en mí”, comparte. No guarda memoria de su primer dibujo. “Mi abuela decía que siempre estaba garabateando. Monigotes, tal vez”.

Con la reconstrucción de la ciudad, las pocas casas que sobrevivieron fueron reutilizadas como escuelas. “Asistía a clases con casi nada, rodeado de ruinas. Poco tiempo después, mi padre nos llevó a vivir a la ciudad de Ibagué. Allí crecí un poco más. Toda la etapa del terremoto la pasamos en la calle”, recuerda.

En Ibagué, Jorman trabajaba junto a su padre. “Mi padre comenzó vendiendo limones y luego mangueras a crédito. Me llevaba con él. Más adelante, mi abuela me obsequió algunos lápices. Fue entonces que comencé a dibujar. Tengo muchos recuerdos de ese tiempo. Una experiencia que me marcó fue cuando en la escuela solicitaron óleo para pintar. Yo no contaba con recursos, así que mis compañeros compartieron sus colores conmigo. Con esa ayuda, creé una paleta y pinté unos loros muy coloridos, aunque luego se perdieron”, explica a Clarín.

El entorno de su niñez fue crucial: “Crecí en un lugar mágico, rodeado de montañas, orquídeas y una rica diversidad de fauna. Todo eso influyó en los colores de mis pinturas”.

A los 19 años, se trasladó a Buenos Aires. El reconocido artista Guillermo Roux, al ver sus acuarelas, lo invitó a un nuevo mundo. “Fue un verdadero cambio de universo. Pasé de un pequeño pueblo al bullicio de una enorme ciudad. Roux tenía un taller donde me animaba a dibujar y emplear el modelo vivo, siempre pidiendo que le mostrara mis avances. Creo que he recorrido casi todo el acervo nacional”, afirma.

Jorman nunca dejó de aprender. “Siempre fue un proceso intuitivo. Asistía a bibliotecas y leía sobre maestros como Rembrandt, Rubens y Caravaggio. Comprendí que pintar era un trabajo serio y comencé a tomarlo así. Dibujo todos los días, en sesiones de 16 a 18 horas. Siempre llevo una libreta conmigo, capturando todo lo que veo y me inspira”, explica mientras busca la libreta que había dejado descuidadamente durante la conversación.

Cuando anunció a su padre su intención de ser pintor, José Gutiérrez García, un hombre del campo, respondió: “Yo respaldo lo que haces, sea lo que sea que quieras”. Ese respaldo fue fundamental. “Mi padre siempre confió en mí. Le sorprendía con mi arte, y gracias a él, poco a poco, llegué hasta aquí”, confiesa.

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Y encontró el amor. Cristina. “Al principio, me fascinaban sus ojos grandes y su ondulado cabello. Me hablaba, pero no podía dejar de fijarme en esos rasgos. En un momento me preguntó: ‘¿Me estás escuchando?’. Le respondí: ‘No, solo pienso en cómo tu cabello parece un cuadro de Boldini’”.

Desde entonces, no se han separado. “Compartimos una gran afinidad por el arte. Juntos ayudamos a instituciones y ofrecemos becas a niños en nuestra academia. En cuanto tuvimos la oportunidad, decidimos contribuir”, comenta.

Las mujeres significativas en la vida de Jorman se reflejan en sus creaciones. Sus cuadros personifican mujeres históricas, mitológicas o literarias, pero también transformadas, no son simples retratos, sino ficciones que reinterpretan los rostros de las mujeres de su vida.

“No intento replicar fielmente, sino convertirlas en personajes que trasciendan”, expresa Jorman. En su muestra actual, Pandora es una de las figuras más representativas. “Pandora fue creada por Zeus como una forma de castigo para la humanidad… cuando abre su caja, se desatan desgracias: enfermedades, odio, vejez. Finalmente, queda la esperanza. Pinté este cuadro a finales de 2019, justo antes de que comenzara la pandemia”, recuerda.

Su última exhibición, “Eternas: Rostros del Mito, la Historia y la Imaginación”, se presentará en la Casa del Bicentenario hasta el 15 de junio. Incluye obras como Ophelia de 2018 y Madame Butterfly de 2021. Cada una representa personajes del imaginario colectivo, reimaginados por Jorman.

“El arte tiene la capacidad de comunicar y enseñar. Cada mirada es diferente. Ophelia, por ejemplo, está retratada en su estado de locura serena, recogiendo flores antes de sucumbir en un río. Aunque el relato original de Shakespeare es trágico, creo que ese dramatismo también puede albergar belleza”.

Para Jorman, la mirada es crucial. “Tengo claro cómo quiero que los personajes miren a quien observa. El tiempo que dedicamos a una obra de arte es cada vez más breve. Sin embargo, si logras captar esas miradas, dedicarás más tiempo a apreciarlas. Eso es lo que me interesa”, reflexiona. Al preguntársele si su obsesión podría estar conectada con su infancia, responde: “Es una conexión potente. Creo que es un buen paralelismo”.

Hoy, cada mirada en sus cuadros encierra más que belleza o drama. Contienen memoria, infancia, polvo, esperanza, y el instante en que el dolor se convierte en arte. Han pasado más de veinte años desde aquel dibujo tras el terremoto. No obstante, algo palpita en cada obra de Jorman: el constante anhelo de narrar para no perderse, porque hay historias que merecen ser relatadas nuevamente.

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