Desde niño, lo prohibido siempre ha sido una atracción irresistible, y volar, algo reservado a los pájaros, representaba ese desafío. No era algo natural para el hombre, y acaso por eso, mi fascinación por los aviones comenzó temprano. Mientras los barcos jamás captaron mi atención, las alas y los flaps de los aviones me atrapaban al armar modelos a escala. Era como escuchar el rugir de los motores, y hoy en día, no importa cuántas veces viaje, cada despegue aún me deja maravillado.
La Decisión de Convertirme en Piloto
A los treinta y tantos, tomé una decisión crucial: aprendería a volar. No era una elección sencilla, me causaba cierto temor, y mi ineptitud para la mecánica tampoco ayudaba. Me cuestionaba si podría comprender los riesgos y reaccionar ante una emergencia. No obstante, una visión clara me hizo comprender que la inseguridad no debía ser una carga, sino un reto. Así, poco después, comencé mis clases en el antiguo aeropuerto de Don Torcuato, ahora un barrio cerrado.
La Satisfacción del Aprendizaje
Con el tiempo, me sentí orgulloso de haberme convertido en un buen estudiante y obtenir mi licencia de piloto privado con éxito. Lo más importante no fue obtener el certificado, sino enfrentar una pasión que parecía distante de mis capacidades. Jamás me interesaron los autos ni entendía de motores, pero descubrir que eso no era un obstáculo fue revelador.
El Placer de Volar
A medida que me reconciliaba con mis propias dudas, volar se convirtió en un deleite único. La habilidad de controlar una nave en el cielo, como si fuera en tierra, sobre paisajes de barrios y ríos serpenteantes, me hacía sentir que gobernaba el mundo. Y en cada despegue, cuando el avión se separaba de la tierra, la percepción de que no había límites se volvía tangible. Esta simple experiencia, aunque modestamente insignificante, transformó mi vida.
