Enfrentándome a la Oscuridad
Me encontraba sin energías, sin fuerzas. Deseaba que el tiempo se evaporara. La cama se había convertido en un campo de batalla: me atrapaba, me confinaba, no me permitía avanzar. Anhelaba únicamente descansar y cerrar mis ojos. Así atravesé dos intensas crisis que resultaron en tratamientos largos; me perdí en la penumbra y desolación de mi mente frágil.
Pero logré buscar ayuda y encontré el apoyo que necesitaba. No podía permitirme fracasar ni destrozar mi propia vida, y mucho menos la de mi hija. Era consciente de que mis responsabilidades trascienden mis deseos individuales: mantener una familia exige considerar cada decisión con prudencia. No podía dejarme llevar por impulsos, pues el daño no sería solo para mí.
El Impacto de las Responsabilidades
Al finalizar el colegio, ya había emprendido uno de los momentos más complejos y acelerados de mi historia. A los 17 años, comencé a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Lomas, mientras trabajaba como repositor en un mayorista. En mi hogar, mis padres no me obligaron a laborar ni escoger una carrera especial, pero yo opté por ambas. Era fundamental para mí tener ingresos propios y aspirar a ser un futuro profesional.
Hasta que mi abuelo me preguntó durante una de mis últimas ceremonias escolares:
—¿Qué carrera seguirás, Pablo?
—Contador público, le respondí seguro.
En mi visión juvenil, ser adulto significaba estabilidad económica, un cargo respetado en la sociedad. Era un camino que visualizaba como seguro. Mis estudios avanzaban a buen ritmo, y poco después conseguí empleo en un estudio contable en Lanús a medio tiempo.
Ese empleo significó un progreso en mi desarrollo profesional y autoestima. Pese a que el salario era escaso, el hecho de usar traje me hacía sentir exitoso. Me encargaban llevar documentos o hacer trámites, y aunque las monedas a veces no alcanzaban, caminaba con convicción. Trabajar en ese estudio cubría mis necesidades y permitía ahorrar para comprarme una moto, un capricho que reflejaba mis anhelos de juventud.
El tren se convirtió en mi compañero de viaje diario, acompañando mis idas y venidas por diferentes empleos. Pero la verdadera transformación en mi vida ocurrió cuando, a los 22 años, mi pareja y yo esperamos a nuestra hija con ilusión.
Sin un espacio propio ni recursos para enfrentar ese cambio, busqué empleos de tiempo completo. En las entrevistas, mencionarlo resultaba en rechazo. Decidí omitir aquel dato esencial para conseguir los recursos necesarios. Luego de numerosos intentos fallidos, logré ser contratado en Buenos Aires. Sin embargo, este avance supuso un sacrificio emocional y un freno en mi carrera universitaria.
Trabajé durante un año allí hasta encontrar una mejor oportunidad. Nació nuestra hija, llena de alegría pero también de incertidumbres. Reflexioné sobre mis capacidades como padre y si podría ofrecerle lo necesario para su felicidad. Desde Alem, recorría la misma rutina de siempre, el mismo trayecto monótono. La depresión, que había estado en letargo, resurgió vigorosamente. No fue un único detonante, sino una acumulación de emociones.
Descubrí, a través de terapia, que un evento de mi infancia se enlazaba con mi estado actual: el fallecimiento de mi padre biológico cuando yo era aún un bebé. La combinación de presión laboral, estudios y la sensación de no lograr mantener ritmo alguno crearon un ambiente explosivo. Me prometí nunca faltar a mi hija.
Manifestaciones como la apatía total, un cuerpo exhausto y la imposibilidad de levantarse de la cama me avasallaban. Temor a la vida, desapego de todo lo que antes me complacía. La realidad quedó suspendida en un interminable estado de pausa. Sentí que mis crisis minarían mi rol como padre y me robarían momentos valiosos de la infancia de mi hija. Me veía atrapado, aislado, sin vida.
Al final, me vi obligado a tomar una licencia médica y ser internado por depresión. La recuperación fue un proceso difícil y extenso, posible gracias al respaldo familiar. Volví a la casa paterna como un refugio para sanar y recuperar mi estabilidad mental.
Con el tiempo, logré reestablecerme. Conseguí retomar la normalidad, volver a la rutina, mejorar mis mañanas y avanzar en mis estudios. Aunque regresar al trabajo fue difícil y luego me desvincularon, mi estado mental había mejorado lo suficiente para sobrellevarlo. Resurgí: recuperé mi deseo y entusiasmo por vivir.
Actualmente, tras casi dos décadas, he finalizado la universidad y disfruto del jardín y la compañía de mi hija. He alcanzado una especie de paz interna, y no pido más que eso.
