La familia de mi madre giraba alrededor de mi abuelo, un hombre peculiar y memorable tanto en su genética como en sus acciones. Era como un astro sin cabello que capturaba la atención de todos. En su ADN, algo debía de tener ese hombre, algún gen dominante que influenciaba a sus hijos a parecerse tanto en apariencia como en personalidad. Sus acciones eran igualmente intrigantes; realizaba hazañas singulares, como intentar batir un récord mundial subiendo y bajando escaleras en espiral o hacer cálculos mentales más rápidos que una calculadora.
Misterios de un genio
De algún modo, mi abuelo era un hombre brillante, pero también encarnaba la dualidad del genio y la locura. De lo primero, no había dudas: las anécdotas y recuerdos compartidos siempre coincidían en ello. En cuanto a lo segundo, se mantuvo oculto por años, un secreto que finalmente surgió para reclamar la atención que merecía.
Doble cara de la realidad
Conforme mi abuelo envejecía y sus momentos de claridad disminuían, la nostalgia de mi familia aumentaba. Recordaban al hombre amable que había estado con ellos toda la vida. Por eso, ignoraban colectivamente cualquier comportamiento extraño, atribuyéndolo a su carácter excéntrico. Aunque la gente a menudo se refugiaba en risas, privadamente no siempre era sencillo.
Generalmente, los incidentes seguían un patrón: primero, venía el drama y la incertidumbre; luego, el alivio de que no había pasado nada grave. Tiempo después, convertían la experiencia en una historia adornada, escondiendo las partes más feas. Eventualmente, encontraban un tema trivial cualquiera para cambiar de conversación.
Mi abuela era la protectora de estos secretos. Hasta hoy, me pregunto por qué ella asumía siempre el papel de resolver los problemas. Quizás era su modo de manifestar algún tipo de orgullo femenino y defenderse ante un machismo persistente. O tal vez se trataba de amor y la decisión de preservar la privacidad de su esposo, aun cuando era obvio que su conducta no era normal.
Nacido en Tucumán, mi abuelo tuvo una infancia difícil. Las historias sobre sus jóvenes años eran fragmentarias y censuradas, obligándome a llenar los espacios en blanco con mi imaginación. Violencia, abuso, problemas familiares y un accidente que casi le costó la vida son parte de una historia que traté de reconstruir para entender mejor a esa persona compleja.
El fervor religioso
Antes de que lo etiquetaran como personaje, mi abuelo tenía la reputación de ser un ferviente devoto. Con frecuencia causaba problemas en iglesias al proclamar sus verdades irrefutables. Con la ayuda de su hijo menor, encontró la manera de extender su misión religiosa repartiendo folletos, aunque eventualmente la iglesia también le cerró las puertas.
Sus episodios de delirio religioso se intensificaron. Lo recuerdo una Noche Vieja, emprendiendo el camino hacia la iglesia bajo una tormenta implacable. Aunque la tormenta creció, no se dejó disuadir de su misión, necesitando finalmente el rescate de uno de mis tíos, quien no escatimó en regaños. Sin embargo, mi abuelo nunca los escuchó; volvió a casa como si nada hubiera pasado.
Poco después, comenzaron a surgir comentarios sobre sus conductas contradictorias: celos injustificados hacia mi abuela y acusaciones a un vecino que decía que era su amante. Al principio en privado, luego, con el tiempo, empezaron a hacerse públicos, hasta que mi madre, indignada, lo confrontaba, preguntándose si había perdido la razón. Detrás de cada enfrentamiento, la familia volvía a su estado de negación.
El abordaje médico inicial fue la demencia senil, un diagnóstico atribuido a un efecto secundario del cáncer de próstata. Este diagnóstico explicaba ciertos comportamientos, pero no frenó las repeticiones de episodios, que a veces incluían violencia de la que los niños estábamos protegidos.
Finalmente, la consulta a un psiquiatra llevó al diagnóstico definitivo: esquizofrenia. De repente, sus comportamientos y extrañezas parecieron más comprensibles y se pudieron tratar con medicación, aunque el tema se mantuvo en secreto casi absoluto dentro de la familia, hasta que un encargado del geriátrico lo desveló.
Cerca del final, mi abuelo se convirtió en una sombra de sí mismo; su presencia emanaba tristeza y desconsuelo. Pero compasivamente, también inspiraba perdón. Cuando llegó su último día, la familia se reunió para despedir a un hombre que había sido mucho más que sus desafíos mentales, sino un buen padre, esposo y amigo.
Que descanse en paz aquel abuelo que luchó por ser la mejor versión de sí mismo, aún cuando su mente le falló en ocasiones importantes. Su legado de buenos momentos y amor sincero sigue vivo, de risa en risa, de lágrima en lágrima, y, en ocasiones, con una saludable dosis de locura compartida.
