Noche helada en el autobús: refugio para personas sin hogar en la ciudad

Las adversidades cambian de forma según quién las experimente. Para algunos, el reto es llegar al final del mes; para otros, es sobrevivir cada día. No obstante, hay necesidades que no discriminan entre generaciones, géneros o clases sociales: el hambre, el frío y el anhelo de ser vistos con dignidad por los demás.

Esta es la historia de Ronald, un peruano de 33 años originario del puerto del Callao, en Lima. Llegó a Argentina hace 8 años con la esperanza de hallar mejores perspectivas, pero las cosas no salieron como había anticipado. Las complicaciones de la vida sumadas a algunas malas decisiones le llevaron a vivir en la calle y a convertirse en una persona sin hogar.

El frío de la noche

Durante el día, la luz le entrega una efímera esperanza, apenas suficiente para sostenerse. Pero cuando llega la noche, el frío de Buenos Aires -que se filtra bajo la ropa sin permiso- lo pone aún más en peligro. No pide socorro, consciente de que no es fácil conseguirlo. Guarda silencio y espera mientras se confunde con la oscuridad, en algún banco de plaza o esquina donde le toque pernoctar.

En una de esas noches, una voz amable lo sorprendió, ofreciéndole un lugar cálido para descansar. Era un joven voluntario de Vida Solidaria, una ONG que asiste a personas sin hogar.

El refugio móvil

Para mitigar el frío, por tercer año consecutivo, la organización puso en marcha el “Micro Solidario”, un refugio itinerante que recorre la ciudad cada viernes durante los meses más fríos del invierno -junio, julio y agosto- con el objetivo de ofrecer cobijo a quienes más lo necesitan.

El interior del autobús de dos pisos donde las personas sin hogar se resguardan del frío.

El bus tiene dos niveles: en el inferior se almacenan alimentos y se distribuyen comidas calientes; en el superior, hay diez camas individuales, cada una con una cortina que brinda privacidad y una calidez que parece haber desaparecido de las calles. No se trata de un hotel, pero sí de un lugar donde, por algunas horas, la dignidad descansa sobre un colchón.

No todos se animan a subir. La desconfianza a menudo pesa más que el frío. Algunos dudan, observan desde lejos, se niegan. Temen perder lo poco que tienen -una manta, una bolsa de ropa o un colchón de cartón- y prefieren permanecer afuera, donde al menos controlan lo que les rodea.

Ronald y su oportunidad

Alrededor de la medianoche, Ronald se encontraba en un banco de la Plaza Lavalle, frente al Teatro Colón. Su chaqueta no era suficiente para protegerlo del frío. De repente, un grupo de voluntarios vestidos con chalecos morados se le acercó para ofrecerle una noche de abrigo, comida y descanso a bordo del “Micro Solidario”.

Al principio, Ronald, tímido y encerrado en sí mismo, rechazó la oferta. Sin embargo, a pesar de su escepticismo inicial, la necesidad prevaleció y terminó aceptando. Así fue como se convirtió en el primer “pasajero”.

Ya en el bus, se acomodó en una de las camas al inicio del pasillo, disfrutando de una vista hacia el iluminado Obelisco. “Tengo dos años viviendo en la calle”, comenta, mientras disfruta de un plato caliente servido sobre la cama. Se apoya contra la pared y, ya más relajado, cuenta que en alguna ocasión las calles de Buenos Aires le dieron una oportunidad.

“Mi madre está aquí y me ofreció alojamiento por cuatro años”, explica, “Y luego, conseguí una ‘chamba’ (empleo) en un restaurante. Incluso me ofrecieron un departamento”, añade.

Parecía que todo marchaba bien. Junto a su exesposa, madre de sus tres hijos, llevaban adelante el negocio, hasta que un incendio lo destruyó por completo, situado en la esquina de Salta y Brasil. Fue entonces cuando, entre dientes, admite que no logró encontrar trabajo nuevamente.

Reconstruyendo la vida

Operación frío: una noche en el autobús donde duerme la gente sin hogar.

Su voz se mantiene firme, aunque denota cansancio. “Perdí el negocio, comenzaron los problemas, mi madre me dio la espalda y buscar otro empleo… No, nunca me ha gustado trabajar para otros”, reflexiona.

Ahora, su situación lo fuerza a vivir solo en el ruidoso centro de la ciudad. Durante el día se dedica a comprar y reparar celulares para posteriormente venderlos; por la noche busca algún refugio donde protegerse del frío. “Ahorita estoy ‘recurseando’ (buscando trabajo)”, afirma con una mezcla de orgullo y resignación.

Sin embargo, las calles no son completamente hostiles. “Aquí nunca estarás solo, siempre encontrarás amigos en cada esquina”, confiesa Ronald.

El impacto de perderlo todo

En la calle se encuentra gente de todas las edades, y José es un testimonio de ello. Un hombre de 62 años que trabajó toda su vida, pero sus ingresos no alcanzaban para mantener un techo propio. No siempre vivió de esta manera. Fue cuidador de adultos mayores y, en su mejor momento, ganaba 70 mil pesos “que en ese tiempo era dinero”, recuerda.

Durante mucho tiempo, se ocupó de Graciela, una mujer de 77 años que padecía espina bífida. La acompañaba a todos sus quehaceres: al médico, a realizar trámites. Más que su empleado, “era su amigo”, asegura. Vivía en una habitación aparte dentro de la misma casa. “La llevaba a todos lados, ¿me entendés?”, recuerda con orgullo y nostalgia, envuelto en una profunda tristeza.

Los familiares de Graciela intentaron reducir su salario y finalmente la llevaron a un geriátrico. Ella, ya sin autonomía y con grandes dolores, enfrentó una vida sin cuidados. José insiste en que lo que más le preocupaba no era la pérdida de su trabajo, sino la soledad de Graciela y el posible deterioro que podría sufrir. “¿Sabés cuánto duró Graciela en el geriátrico? Tres meses”, lamenta.

José recibió su pago completo y una buena liquidación por los años dedicados al cuidado de Graciela, pero se despidió de su último hogar estable. Con ese dinero, se trasladó a una pensión. Confiado, guardó esos ahorros bajo el colchón, convencido de que estarían seguros allí. No imaginó que otro inquilino descubriría su escondite, le robaría todo el dinero y desaparecería sin dejar rastro.

Se estima que hay entre 4 mil y 12 mil personas sin hogar en la Ciudad de Buenos Aires.

Ese robo fue un punto de inflexión en la vida de José. Además de sus pertenencias, la pensión dejó de ser viable. Poco a poco, el hombre que durante años cuidó de otros, se encontró sin un lugar donde dormir y terminó en la calle.

Cifras que conmueven

Una situación desoladora, solitaria e incluso peligrosa que hoy es la realidad de miles de argentinos y extranjeros que vagan por las calles de la ciudad.

Según el último informe del Instituto de Estadística y Censos de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (IDECBA) de noviembre de 2024, se registraron 4,049 personas en situación de calle, de las cuales un 30.5% vive en la vía pública.

No obstante, de acuerdo con el tercer Censo Popular de Personas en Situación de Calle realizado en 2025 por Barrios de Pie y Proyecto 7, en CABA ya hay casi 12,000 personas sin hogar. Esta cifra también incluye a quienes están alojados temporalmente en los Centros de Integración Social (CIS) del Gobierno de Buenos Aires.

Un dato proporcionado por el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) asegura que en lo que va del año, 63 personas sin hogar han fallecido en distintas partes del país.

Así, las vivencias de Ronald y José se convierten en parte de una imagen que se repite en cada plaza, debajo de puentes, en aceras y estaciones de tren. Cuentos que, con diferentes rostros y nombres, enfrentan el mismo frío, los mismos silencios y la misma espera.

Las personas en situación de calle que pernoctan en plazas y otros sitios públicos en Buenos Aires.
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Mientras miles luchan por sobrevivir en las calles, los refugios resultan insuficientes y los programas sociales no logran abarcar la demanda. En este vacío, iniciativas como el “Micro Solidario” logran, al menos por una noche, romper el ciclo de desamparo.

Después de una noche que brindó un descanso largamente esperado, se despertaron con un desayuno de facturas y café. “No imaginé que fuera así, aquí se duerme bien. El próximo viernes los estaremos esperando”, comentó José con una tímida sonrisa. A las 6 de la mañana, los “pasajeros” recogieron sus pertenencias -incluyendo una nueva chaqueta y una manta fruto de la solidaridad de quienes les acogieron- y se despidieron.

Encararon un nuevo día mientras aguardaban los primeros rayos del sol y buscaban, una vez más, esa esquina o plaza que les resultara familiar o lo más parecido a lo que pueden llamar hogar.

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