El desamparo de quienes sufrieron a manos del cura Ilarraz: “¿Qué pasaría si los jueces tuvieran familiares entre las víctimas?

Expectativas Deshechas

Un individuo, afectado por las decisiones de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, se muestra resignado mientras otro, frustrado, no comprende cómo los magistrados ignoraron el dolor infligido en las víctimas.

El Impacto de la Impunidad

“Había una condena de 25 años por abuso a menores, cumplida… ¿Cómo es posible que los jueces de la Corte dieran prioridad a la prescripción, al paso del tiempo, por encima del daño irreparable causado a tantos menores, a nosotros…? ¿Qué habría sucedido si las víctimas fueran hijos de los jueces?”. Esta interrogante queda en el aire…

Hernán Rausch, residente de Paraná pero nacido en una localidad alemana a 60 kilómetros llamada Santa María, viaja cada fin de semana para desconectarse. Lleva dos décadas como preceptor en una escuela privada, es soltero y vive solo. Por su parte, Maximiliano Hilarza, nacido en Paraná, habita en Rancagua, Chile, desde 1997. Está casado, tiene una hija y trabaja como guardia de seguridad en una transportadora de valores.

Se conocieron en el seminario Nuestra Señora del Cenáculo de Paraná hacia finales de los años ochenta. No podían prever que, ya adultos, estarían presentando denuncias de abuso sexual contra su entonces guía: el sacerdote Justo José Ilarraz.

Rausch, el primero en denunciar a Ilarraz, reflexiona: “Era nuestro ejemplo a seguir, el desengaño fue enorme al descubrir que era persuasivo y sigiloso, siempre al acecho de los más indefensos. Nosotros caímos en esa categoría”.

Tanto Hernán como Maximiliano recuerdan haber vivido en un internado debido a su vocación sacerdotal, un anhelo que se quebró. “Los hechos que cometió Ilarraz fueron crímenes, quitándonos las ganas de vivir, dejándonos como muertos en vida”, coinciden.

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El Dolor Persistente

Aunque cargan con un malestar profundo, no hay odio ni rencor en sus palabras o gestos. Ambos enfrentan algo mucho más desgarrador: “Un dolor insoportable que sólo produce impotencia”. Sin embargo, ninguno busca acechar la residencia del hermano de Ilarraz, donde Justo José vive libre, sin vigilancia electrónica.

“Vivo a pocos metros -hace saber Rausch-, pero no pierdo mi tiempo en alguien que no merece ni ser llamado persona. No busco hacer justicia por mi cuenta; me perturba que un abusador de menores esté libre…”, explica.

“Al mismo tiempo, siento paz por la pelea incesante de estos años que, a pesar de todo, no fue en vano. Fue declarado culpable, expulsado de la Iglesia por el Papa Francisco a fines de 2024, y la condena social es casi unánime. Eso es significativo. Por tal razón, no ensuciaré mis manos”, medita.

Maximiliano Hilarza, ahora en Rancagua: “La decisión de la Corte fue un golpe duro, aunque no me sorprendió. Te transporta otra vez al infierno pasado”.

El 12 de diciembre de 2024, llegó la orden del Papa Francisco y la Congregación para la Doctrina de la Fe de expulsar a Ilarraz del estado clerical. Después de prolongados procesos canónicos y judiciales, se puso fin a una carrera llena de delitos y encubrimientos.

Hilarza se siente agobiado por la falta de acción temprana de la Iglesia: “Bergoglio actuó demasiado tarde, lo protegió cuanto pudo y sólo lo exoneró cuando no tenía escapatoria. Le escribí al Papa Francisco y antes a Benedicto XVI, pero jamás tuve respuesta. Y sé que mis cartas llegaron”, lamenta con amargura.

Trayectorias Divergentes

Aun compartiendo origen y vivencias, las personalidades de Hilarza y Rausch se oponen. El primero, aislado, confía únicamente en su círculo íntimo y se ha alejado de la Iglesia. Su hija, de la misma edad que él cuando vivió el calvario, sabe poco sobre lo ocurrido: “Soy muy cauteloso a su alrededor, compartiendo escasos detalles”, admite.

Por otro lado, Rausch vive solo pero se considera abierto, gracias a su labor como preceptor. “Algunos alumnos conocen mi historia, y varios se sentían orgullosos de mí cuando se enteraron”, comparte. Encontró en la música un remedio: “Soy una persona de fe y no culpo a toda la Iglesia por algunos depravados en sus filas”, aclara.

Ilarraz, el día que fue encontrado culpable en 2018, siendo conducido por la policía.

“Para mí, la decisión fue como un mazazo. La noticia del fallo me revuelve el estómago; escucharla es revivir aquél infierno”, explica Hilarza, quien ha soportado insomnio y pesadillas por más de tres décadas. “Esos jueces carecen de empatía. ¿Qué mensaje envían? ‘Si sufres abuso, apresúrate a denunciar, o quedará libre’. ¿Ese es su mensaje? Este gobierno prometió ‘el que las hace, las paga’. ¿Dónde queda eso?”.

En tanto, Rausch sostiene su postura: “La prescripción otorgada por la Corte no lo exonera de culpabilidad. Muchos podrían pensar que fue declarado inocente, pero no es así. Aquí en Paraná, debimos resistir el estigma, lidiando con quienes nos calificaban de traidores y mentirosos, alegando que queríamos dinero o difamar a la Iglesia”, recuerda.

Hernán, rememorando su denuncia ante el seminario apenas a los 15 años: “Compartí lo que ocurrió, otro joven también lo hizo y, aun así, la Iglesia lo protegió, no lo entregó”.

Rausch y Liliana Rodríguez de la ONG Red de Sobrevivientes de Abusos Eclesiásticos.

Las Marcas del Pasado

El relato de Hilarza y Rausch se entrelaza con sus vivencias actuales. “Sufrí a Ilarraz hasta los 25 años, incluso en mi hogar en Chile y Paraná. Fue una tortura, manipuló la confianza de mi madre y fue confesor de mi familia”.

“Venía para ejercer su control y de alguna forma, me atemorizaba”, continúa Hilarza. “Sabía que quería hablar y lo evitaba, pero me intimidaba. Me sentía sofocado, aplastado por una carga inmensa”.

El sacerdote manipulaba con encanto a su familia, siempre encontrando formas de aislar y hablar con Maximiliano. “Utilizaba el castigo psicológico para mantenerme en su poder, asegurándome que mi actitud perjudicaba nuestra relación”, detalla.

Hilarza reconoce: “Cada visita de Ilarraz en Paraná o en Chile era como recibir a Dios. Comía con nosotros, mientras yo desaparecía, enfermo por la ingenuidad de mi familia”.

En 1991, Hernán enfrentó la pérdida de su padre y vio cómo Ilarraz, al acecho, se integraba más en su hogar: “Era el menor de una familia cristiana numerosa y, después de la pérdida, él llenó el espacio paterno, ganándose a mi madre. No la culpo; tenía mucho que manejar sola”, reflexiona.

Hilarza rememora: “Mi madre lo idolatraba y eso me paralizaba”.
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Revivir esos episodios les causa repulsión, pero su determinación proviene de proteger a futuras posibles víctimas. “Experimenté abusos reiterados en 1992, como un intento de violación del que escapé bajo la lluvia. Mi memoria es un caos”, narra Hilarza.

Maximiliano describe la rutina del seminario: “Era sacado de clase para ir a su oficina. Una noche vi cómo abusaba de otro, y luego llegó mi turno”.

Después de rechazar a Ilarraz, sintiéndose culpable, confesó a su madre una existencia tormentosa 25 años más tarde.

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Rausch se quiebra al relatar: “Tras la muerte de mi papá en diciembre de 1991, Ilarraz me llevó con otros chicos a un viaje que terminó siendo un calvario. El abuso se intensificó, acompañado de recompensas materiales”.

2018: Ilarraz, tras ser encontrado culpable, es escoltado fuera de los tribunales.

Durante el juicio, Rausch volvió al seminario y revivió horribles escenas. “La habitación ha permanecido igual, al igual que el rostro y la voz de ese individuo” describe.

“Me llevaba a su oficina, o sucedía en el pabellón durante la noche. Una ocasión, durante un abuso, le rechacé físicamente. Terminó nuestra relación y me dejó solo, confundido”.

La vida continuó para ambos. Hilarza apostó por la familia en el extranjero, mientras que Rausch encontró solidez de forma individual. “Sigo luchando, aunque este personaje condicionó mi vida y personalidad. Es un espectro que no desaparece”, explica Hilarza.

“Quería ser sacerdote para ayudar a otros, pero esa aspiración fue destruida. Ahora, evito todo lo que represente la Iglesia”, culmina.

Rausch sostiene la fe y el optimismo, viéndose como representante de las víctimas: “Las víctimas compartimos la soledad, después de ser traicionadas por alguien en quien confiábamos. Aún así, la vida continúa y debemos ser fuertes”.

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