Este 4 de julio se cumplirá medio siglo desde la partida de mi padre. En aquella semana del año 1975, lo habían mantenido en cama por unos intensos dolores en el pecho, sin que los médicos pudieran determinar si era del corazón o solo algo digestivo. Es curioso cómo, como si fuese Funes el memorioso, podría rememorar ese día. Por la mañana acudí a la escuela N.º 2 en Junín. A pesar de mis 11 años, ya cursaba el séptimo grado. Al cumplir años en septiembre, solía enfrentarme a situaciones con cierta desventaja. Unos días antes, me había sentido muy orgulloso de ser el portador de la bandera en el evento del “Día de la Bandera.” Sin saberlo en ese entonces, esa experiencia se convertiría en un regalo para el cumpleaños 39 de mi padre, celebrado el día anterior.
Vida Cotidiana y Rutinas
Tras salir de la escuela, almorcé junto a mi hermano. Mi padre, Lalo, no se levantó de la cama ese día. Es probable que no viera a mi madre, ya que ella trabajaba como docente en otra escuela por la tarde. Después del almuerzo, fui a la casa de un amigo para preparar un proyecto de Ciencias Naturales. Nos maravillábamos y confundíamos a partes iguales con láminas del aparato reproductor humano. La madre de mi amigo, quien trabajaba en la Biblioteca Municipal, nos proporcionó unos libros visualmente detallados. Entre el tiempo que dedicamos al proyecto, la merienda y algunos juegos, las horas volaron. Al final, al llegar a casa, ya era de noche y mi madre me reprendió por llegar tan tarde, especialmente sabiendo que mi padre no estaba bien de salud.
Ya en la nochecita, mi hermano y yo leíamos en cama. La puerta de nuestro cuarto conectaba directamente con la habitación de mis padres. Recuerdo estar sumido en un artículo de la revista ‘Siete Días’ acerca de los Beatles y sus vidas tras su separación. Nuestra lectura fue súbitamente interrumpida por un ruido raro: una tos o algo semejante de mi padre, seguido del grito angustioso de mi madre. Corrimos hacia el cuarto de nuestros padres: mi padre no respiraba y su mirada azul estaba fija en el techo. Mi madre, totalmente paralizada, se encontraba al lado izquierdo de la cama. Recordé una lección de primeros auxilios de la escuela e intenté darle respiración boca a boca. Más tarde comprendí la poca utilidad de mi intento sin el entrenamiento adecuado.
El Impacto Inesperado
En medio de la conmoción, los gritos y el llanto, avisamos a mi abuela paterna. Vivíamos en casas conectadas internamente, y mi abuelo llevaba años en cama, ajeno al ruido. Desesperadamente, uno de nosotros (mi hermano o mi madre, ese detalle se me escapa) corrió al cercano club Ambos Mundos a pedir ayuda. Alguien logró contactar una ambulancia mientras los vecinos se aglomeraban con visible tristeza. Conocían bien a mi padre, Dardo De Luca, el Lalo, quien era parte del club como secretario.
Cuando finalmente llegó la ambulancia, mi padre ya no era más que un cuerpo frío; solo llegaron para constatar su muerte. El vacío y la incertidumbre que quedaron me acompañaron durante mucho tiempo. A partir de entonces, me refugié en los libros y el deporte: fútbol, básquet y vóley llenaban mis días. En el séptimo grado, mis compañeros me apodaron “tomate” porque me sonrojaba fácilmente, especialmente cuando me hacían recordar la muerte de mi padre.
Mi vida continuó sin lograr tener amistades duraderas. Temía perder a más seres queridos, lo que me generó una constante sensación de vulnerabilidad. De noche, me quedaba despierto tomándome el pulso, como temiendo que mi vida podía apagarse en cualquier momento. Al igual que muchas personas en duelo, pasé de no aceptar la pérdida a sentirme abandonado. Me preguntaba por qué él, por qué nos había dejado. Esta sensación me siguió durante años, especialmente en eventos importantes como Navidad o mi cumpleaños, cuando extrañaba su presencia y su voz, la cual buscaba desesperadamente en grabaciones viejas. Con el tiempo, no pude seguir aquellos sueños académicos que tenía; sin embargo, gracias a una beca parcial, logré estudiar en Buenos Aires y me convertí en Técnico Radiólogo a los 19 años.
Este periodo de servicio militar obligatorio resultó algo frustrante para mí, ya que temía no alcanzar los 40 años, una preocupación originada por la muerte temprana de mi padre. Aun así, formé una familia, convirtiéndome en padre a una edad joven. Paradójicamente, mientras trabajaba con dispositivos médicos, superé los años que vivió mi padre, una carga inconsciente que me liberó de un gran peso interno. La medicina, con sus avances significativos, ha cambiado mucho en esos 50 años. Ahora, en mi carrera, he participado en numerosos implantes y procedimientos, y aunque he tenido experiencias cercanas al peligro, siempre sentí una protección especial. La ayuda que brindo a otros puede que haya sanado, en gran medida, la herida que sufrió mi alma hace décadas.