El aire empezó a escasear y una nerviosa sensación de alerta me dejó inmóvil. Estaba en ese pequeño apartamento que tenía alquilado en Balcarce 260, muy cerca de Casa Rosada. Recuerdo haberme quedado horas contemplando la cama, incapaz de moverme. Comenzó a sucederme cada noche antes de dormir. Miraba el colchón, la almohada, la frazada, convencido de que al dormirme, no volvería a despertar. Tenía 24 años.
Los primeros indicios
Los episodios de ansiedad comenzaron a surgir con mayor frecuencia. Aparecían mientras trabajaba en mis escritos, veía una película o tocaba mi instrumento. Llevaba cinco años viviendo en Buenos Aires, decidido a no regresar a Tandil, el lugar donde mi infancia fue marcada por la ausencia de mi padre. Solo mi madre y yo sabíamos que aquel señor de la vuelta de la esquina era mi padre, y los chicos con los que jugaba mis hermanos. Dije mal, mi padre también lo sabía.
Buscando una razón para esta ansiedad, encontré que de joven había experimentado episodios similares en la escuela y eventos sociales. Empezaba con sensaciones de calor y frío, mi vista se nublaba hasta que despertaba en el suelo, rodeado de caras preocupadas. Desmayarme parecía ser un mecanismo de defensa, un corte antes de lo peor. Ahora, sin ese alivio, la ansiedad simplemente aumentaba. Estaba convencido de que iba a morir. Más aterrador aún, era la idea de morir solo en un entorno ajeno.
Nuevas decisiones y retorno al origen
Mi situación no mejoraba: había ahorrado algo de dinero y dejado mi trabajo en una librería para concentrarme en escribir una novela. Esperaba que al terminarla, algo bueno pasaría y me salvaría de esta angustia. Mi vida social se había reducido al mínimo; no salía con nadie, no hablaba con amigos. Mi única esperanza estaba en mi proyecto literario.
Las noches mirando la puerta esperando facturas impagas se acumularon. Comencé a dudar de mi sueño de ser escritor en Buenos Aires. Todo iba mal. Con el corazón en la garganta, llamé a mi mamá para pedirle refugio por unos días en Tandil. Aceptó rápidamente, seguramente preocupada pero feliz de tenerme cerca.
Un nuevo capítulo
Hice un bolso con algunas ropas y libros, y me dirigí a Retiro. Al partir, lloré mientras veía la Capital desaparecer detrás de mí. Dejar Buenos Aires, la ciudad que tanto amaba, era difícil. Me convencí de que solo sería por algunos días. Cinco horas después, mi madre me recibió en Tandil, con lágrimas contenidas y un abrazo sincero. Caminamos hasta su nueva casa, un lugar que me resultaba ajeno.
Después de unos días, acudí a un médico. Le expuse mis síntomas y propuse un diagnóstico: estrés. Me recetó Rivotril. Salí decidido a no tomar esa medicación, aunque a solas, en la oscuridad de un ataque, recurrí a una dosis reducida. Quería reservarlas para los momentos más críticos.
Estando con mi madre, los ataques de ansiedad disminuyeron, pero sabía que debía volver a la ciudad. Un amigo, Juan, me llamó y me urge regresar, ofreciendo su departamento como un lugar para quedarme. Aunque inicialmente rechacé la oferta, sabía que debía intentarlo. Sin Buenos Aires, la vida perdía sentido.
Volví a la Capital, decidido a recomenzar. Los tres meses con Juan transcurrieron ágilmente, luego pasaron diez años más. Durante este tiempo, dejé el Rivotril, trabajé sin descanso y escribí. Buenos Aires me acogió mientras reconstruía mi vida, aportando significado donde alguna vez hubo caos.
Hoy, mientras escribo desde mi piso en San Telmo, la oscuridad aún asoma de vez en cuando. Sin embargo, ahora tengo la certeza de haber aprovechado mi oportunidad. El miedo nunca se va del todo, solo cambia de rostro. Pero cuento con mis escritos y recuerdos como refugio. He hallado mi lugar, mi hogar, en las historias que he creado.