El término memoria, de acuerdo a los diccionarios, se refiere a la habilidad mental que permite conservar y evocar lo vivido. La palabra pasado se origina del latín passare, passus, que implica avanzar con un pie. Mi adolescencia, principalmente, giró alrededor de la necesidad de avanzar, lo más lejos posible de ciertos recuerdos incómodos, especialmente uno que mi memoria repetía como una cinta atascada. Este recuerdo constante es el de mi pequeño hermano falleciendo una y otra vez.
Un capítulo de pérdida
Una madrugada cálida de febrero, hace dieciocho años, Nicolás, séptimo de ocho hermanos, dejó de respirar. Tenía tan solo un año, diez meses y veinte días. Yo, a mis trece años, era la segunda más grande de una ruidosa familia de muchos niños, una familia especialmente bulliciosa durante las vacaciones escolares de enero y febrero, cuando todos compartíamos una sola casa en Benavídez. La muerte de mi hermano se produjo mientras dormía en su cuna, ese lugar que los padres consideran seguro y en el que se confía para la seguridad de los niños durante la noche.
El impacto indescriptible
Nos dijeron que fue muerte súbita, mencionaron algo relacionado con un desarrollo inadecuado del músculo cardíaco. Lo explicaron como un evento impredecible, algo que podía suceder a un niño dormido o a un joven de veinticinco caminando. Para mi hermano, avanzar con un pie más se convirtió en un riesgo letal, aun cuando no éramos conscientes de ello en ese momento.
La mañana del suceso fui la única de mis hermanos que ya estaba despierta. Mis padres estaban ocupados organizando los típicos desórdenes de una casa llena de niños. En esos días, las casas con jardín se transformaban en pequeñas colonias veraniegas, con primos o amigos durmiendo por doquier. Mientras desayunaba, esperando la llegada de mi abuelo para nuestro paseo semanal, fui testigo del instante que cambió nuestras vidas: mi padre anunció que iría a despertar a Nicolás. Lo que siguió fue un grito desgarrador que resonó por toda la casa, llamando a mi madre y marcando el fin de la tranquilidad.
Ese grito fue seguido por pisadas apresuradas que se oían mientras bajaban por las escaleras. Quedé allí, detenida en el tiempo, con mi tazón de cereales en la mano, viendo cómo mi padre salía de la habitación con Nicolás en brazos, el cuerpo inerte de mi hermano contrastando con sus pijamas de autos. Mis padres no notaron mi presencia, en estado de shock e incapaz de ofrecerles consuelo o asistencia. Permanecí así, como una estatua, inmóvil en medio del caos, abrumada por la impotencia de no poder cambiar el curso de los acontecimientos.
Reflexionar sobre la muerte con el paso del tiempo es una experiencia peculiar. A los trece, mi comprensión de la vida se encontraba en una nebulosa donde la muerte no era algo tangible. Hoy, a mis treinta años, cualquier sospecha de peligro desencadena en mí una lista de posibles tragedias. Durante las horas que mis padres estuvieron fuera, familiares llegaron a nuestra casa: tíos, abuelos, y primos cercanos. Susurraban entre ellos, fingían sonrisas mientras escondían su preocupación detrás de gestos de cariño. Yo me sentía incluida en el grupo de adultos, pero no entendía que ellos debatían sobre peligros que yo no podía ver.
En su regreso, mis padres vestían el mismo pijama que cuando se fueron, pero regresaron sin mi hermano. Nos reunieron a todos en el sofá para darnos la noticia: “Nico se fue al cielo”. A esos palabras les siguió un abrazo que trató de contener nuestro dolor. Recuerdo observar con ojos bien abiertos mientras el peso emocional de mi hermano mayor caía sobre mí, buscando con la mirada a mis padres entre todo el caos emocional.
Las imágenes de esos días quedaron grabadas en nuestras memorias, generando un impacto en el tiempo que sigue afectándonos. Cada uno en mi familia lleva cicatrices únicas de aquellos días que aún no logramos comprender del todo.
El velorio de Nicolás se extendió por tres días, un período lleno de personas, la mayoría desconocidas para mí, que recorrieron la casa. Ese largo velorio nos enseñó a construir armaduras emocionales para protegernos del efecto dominó que podría causar si uno de nosotros se derrumbaba. Nos acostumbramos a estar de pie, a distanciarnos del dolor ajeno. No entendía por qué otros nos veían con lástima o por qué repetían “lo siento” como si fuese un drama en una película.
Tras la muerte de Nicolás, dejé de expresar mi dolor en público y, por muchos años, dejé de llorar por completo. Llegué a considerar la muerte de mi hermano como cuestión de probabilidades: en una familia tan grande, parecía inevitable que uno muriera joven. Quise olvidar aquellos recuerdos tristes y cambié de entorno social. Incluso pedí a mis padres celebrar una fiesta de cumpleaños, deseaba reír, conseguir nuevos amigos y seguir adelante.
Pese a mis intentos por seguir siendo una adolescente normal, la muerte permaneció como una sombra presente en mi vida. Comencé a imaginar situaciones fatales en diferentes lugares. A menudo, me despertaba por las noches para asegurarme de que mis hermanos respiraban profundamente mientras dormían.
A lo largo de los años, desarrollé habilidades para mantener el control, pero sé que existe un elemento que escapa a cualquier dominio humano. Aún hoy, el fallecimiento de Nicolás sigue influyendo en mí de formas que no siempre puedo prever.
Llevo una década de relación con alguien que nunca conoció a Nicolás. Hace poco, se sorprendió por mi tendencia a anticipar tragedias si alguien no contesta una llamada. Decidimos formar una familia, algo que siempre he querido, pero no dimensioné completamente la decisión hasta que el embarazo se volvió una posibilidad cercana, trayendo consigo la ansiedad de que un solo instante pueda cambiarlo todo nuevamente.
Aceptar que crear vida implica, también, estar consciente de la muerte es algo difícil de ignorar. Mi temor se origina en cuán transformadora puede ser la maternidad. Ser madre libre y con poco impacto en mi vida tal como la conozco es mi deseo, sin embargo, reconozco que los cambios hormonales podrían desviarse de este propósito.» ¿Si Nicolás, en su cuna, dejó de existir, dónde no es posible? Temor a que esa sombra insidiosa se asome en cada momento en que ese ser frágil viva, y que un error pagado con un precio alto sea mi responsabilidad.
Estas incógnitas retumban dentro de mí, en silencio. Asisto a terapia, comparto mi vida con amigas y con mi pareja, pero no expreso estas inquietudes que me embargan ocasionalmente. No deseo escuchar consuelos como que “es normal” o que debo aceptar el cambio inevitable. Mi anhelo es que mi caso sea diferente, que logre sostener el control sobre mi vida.
Pronto, Nicolás habría cumplido veinte años. Cuando la imagen de alguien se congela en el tiempo, visualizarlo creciendo es un desafío. La muerte infantil trae consigo una confusión difícil de explicar. Observando a mis hermanos y a mí misma, noto cómo esta confusión se manifiesta en momentos diversos, emergiendo poco a poco en nuestra vida, sin orden ni cronología. Han pasado dieciocho años desde aquel domingo que alteró nuestra realidad, y la muerte sigue teniendo una extraña forma de volver a presentarse.
Frente a la maternidad potencial, la sombra de la muerte parece más grande. Es un ciclo interminable, donde pensar en nuevos comienzos nos hace reflexionar sobre el fin. Me pregunto cuántas noches seré capaz de dormir tranquila y cuántas sentiré la necesidad de asegurarme de que mi bebé respira.