Exploración personal: mi viaje al Ártico para experimentar la aurora boreal y entender su significado espiritual

¿Qué impulsa a una persona a adentrarse 350 kilómetros al norte del Círculo Polar Ártico con el fin de contemplar las auroras boreales? Esta pregunta retumbaba en mi mente mientras me encontraba al aire libre en Noruega, cerca de la frontera con Rusia, durante unas vacaciones familiares. La llovizna otoñal que nos acompañaba aumentaba en intensidad, convirtiendo el frío en una niebla densa que calaba hondamente y comenzaba a entumecerme las extremidades.

¿Existe la magia?

¿Es la búsqueda de aventuras? ¿Un deseo de inmersión total en la vastedad de la naturaleza? ¿Quizás un alejamiento de la rutina diaria? Algunos podrían verlo como un desafío personal, enfrentarse a condiciones extremas para sentirse más vivos. Ser testigos del abrazo azaroso del universo en ese preciso instante, experimentar un evento único que se convertirá en anécdota recurrente para futuras generaciones.

A veces, la respuesta resulta sencilla: “Es algo que siempre quise hacer”, nos confesó Daniel, mi esposo. Nos sumamos a su plan para emprender este viaje: compartirlo en familia es todo un reto, sobre todo cuando los hijos han alcanzado la adolescencia. Con espíritu entusiasta, salimos desde Madrid con direcciones al extremo norte, con destinos en lugares como Kirkenes, Uløybukt, Tromsø y Bergen. Inicié un “Diario de Luces” para capturar cada momento significativo de esta aventura.

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La experiencia ártica

En nuestro viaje, soportamos una sensación térmica mínima de -11ºC, con la que logramos lidiar. “En esta temporada ―nos informaron poco después de llegar― cada día se pierden 10 minutos de luz solar. Al transcurrir 6 días en Kirkenes, al dejar el lugar, la noche caerá una hora antes”.

Raquel Garzón, junto a su esposo e hijos, se encontró contemplando el espectáculo de las luces del norte.

La primera noche establece el ritmo para el resto del viaje e introduce a los visitantes en los hábitos locales: usar aplicaciones que predicen la actividad magnética, alejarse de las luces urbanas y aventurarse con un guía a bordo de un todoterreno. La misión es encontrar un lugar adecuado para observar el cielo en busca de aquellas explosiones de color que las fotografías venden de manera tan intrigante. Y, mientras tanto, disfrutar de litros de jugo caliente de arándano, una bebida típica de la región.

La segunda noche, nuestro guía Erik apuntó al cielo nublado sugiriendo que podríamos aún vislumbrar algo. ¿Qué se ve exactamente? ¿Las auroras boreales semejan columnas de humo o neblina que a veces titilan? La explicación es que, debido a explosiones internas en el Sol, se liberan partículas que, al acercarse a los polos de la Tierra, crean este espectáculo visual. Aunque vendidas como un evento grandioso, en ocasiones, estas luces son sólo captables al observar a través de una cámara.

La persecución de las auroras es similar a la búsqueda de La Gioconda en el Louvre: una atención casi exclusiva que puede hacer pasar desapercibidas otras bellezas en el entorno. Dos noches en Kirkenes, sin éxito para observarlas, se pasaron haciendo actividades como trekking con perros huskies, visitar un hotel de hielo y conocer a aventureros de diferentes latitudes, todos atraídos por el mismo fenómeno.

El viaje continuó con un curioso pensamiento en mente: en medio de una excursión en el Mar de Noruega, nuestra seguridad en manos de Sven, un guía noruego colosal que nos acompañaba en una lancha a pesar de las bajas temperaturas, nos hizo reflexionar sobre la vulnerabilidad humana. Finalmente, en Tromsø, la paciencia fue recompensada con un emocionante espectáculo de auroras que, para mi sorpresa, resonó profundamente con las creencias espirituales samis que simbolizan el contacto con los ancestros.

El día culminó con una experiencia en la que nos encontrábamos lastimosamente congelados, abrotados con ropa especial para disfrutar de este fenómeno mágico en un espacio sereno y estrellado. Fue una noche inolvidable que marcó el final de nuestra travesía en Bergen, acompañados por un orgulloso sentimiento de haber logrado una meta significativa.

De vuelta en Madrid, reflexiono sobre los aprendices del viaje y aquellos momentos de descubrimiento personal que trascienden las experiencias físicas. Del Ártico me llevo un certificado como trofeo de esta conquista espiritual y física, un recordatorio constante de que los límites están realmente por definir.

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