Vigésimo Aniversario del Incidente de Cromañón: Un Recuerdo Imperecedero
Algunas mañanas despierto con una sensación turbia, como si un mal sueño me acompañara, un desconcierto que sin ser miedo, angustia o ira, los evoca a todos ellos. Ningún método hasta la fecha, ni terapias, reflexiones profundas, ni medicamentos, han logrado apaciguar este sentir que se disipa con los primeros sorbos de mate.
He desarrollado una teoría al respecto.
Considero que mis más de treinta años reportando crímenes me han cobrado una factura emocional. A dos décadas del evento de Cromañón, reflexiono sobre la cicatriz impresa en mi ser tras esa noche del 31 de diciembre de 2004. Y es una cicatriz palpable.
A través de los años, comprendí que ninguna cantidad de desapego, experiencia, o agotamiento ético puede blindarme completamente contra el sufrimiento ajeno. Me considero algo así como una esponja emocional, absorbiendo el dolor de otros en eventos tan trágicos como el ataque al regimiento de La Tablada en 1989, la vigilancia en la embajada de Israel en 1992, el atentado a la AMIA en 1994, y el asesinato de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán en 2002, entre otros.
La tragedia de Cromañón se suma a esta lista de dolor. Aunque personalmente no perdí a nadie, asistí como testigo, cumpliendo con mi labor periodística. Sin embargo, esto no hizo la experiencia menos dolorosa para mí, y ni puedo imaginar el sufrimiento continuo de los familiares de las 194 víctimas y de aquellos que sobrevivieron con secuelas.
La Noche del Horror
Aquella noche, ajena a lo ocurrido inicialmente debido a la falta de comunicación inmediata de esa época, no fue sino hasta mi regreso a casa después de las celebraciones de Año Nuevo, que me enteré de la catástrofe.
Recibí la noticia de la tragedia a través de una llamada, y ante el asombro e incredulidad, encendí la televisión: la noticia era devastadora. Muchos jóvenes habían perdido la vida. A medida que la noche avanzaba, fui armando el rompecabezas de lo ocurrido en Cromañón, un lugar hasta entonces desconocido para mí y en el que se presentaba una banda de música que tampoco conocía, Callejeros.
Decidí acercarme al sitio. Las escenas que me encontré fueron desoladoras. Luego, me dirigí hacia donde los familiares buscaban información desesperadamente. En medio del caos, mi trabajo como periodista consistía en documentar, aunque ese acto me sentía un mero espectador de una tragedia indescriptible.
En el Centro de Gestión y Participación, testifiqué el dolor palpable de una comunidad en busca de sus seres queridos. La espera por la lista oficial de víctimas y heridos fue tortuosa y reveladora del lado más crudo de la humanidad.
Consecuencias Posteriores
La angustia y el desorden dominaban ante la ausencia de información precisa, convirtiendo la situación en inmanejable. Los intentos por organizar y tranquilizar a los presentes solo resultaban en más desesperación.
Escenas de desesperanza y confusión se grabaron en mi memoria, como la de unos jóvenes de Luján buscando a sus amigos, o la de Ricardo, angustiado por el paradero de su cuñada, una trágica historia que finalmente llegaría a las páginas de mi diario.
Veinte años después, las memorias del suceso y el impacto en mi conciencia perduran. Mi afición por la poesía, y en particular un verso de César Vallejo, encapsula perfectamente estos sentimientos: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Estas palabras nunca resonaron tan verdaderas.
AS