Agradecimiento a mis amigos de la infancia que se quedaban a mi lado pese a las burlas escolares

Un Salto al Pasado Escolar

Escuela de una localidad pequeña hacia finales de los setenta. Era un colegio exclusivamente masculino. Cada rincón estaba regido por las enseñanzas de los curas. En los primeros años de primaria, una maestra llamada Yolanda era mi guía. Tenía una hija muy adorable que sentía afecto por mí, pero eso no impedía que mis compañeros me llamaran “afeminado” cada vez que tenían oportunidad. Fue un apodo que acepté durante muchos años escolares, desde la primaria hasta que decidí escapar en el quinto año de secundaria. Fue como emerger del agua, con la misma desesperación de quien necesita aire. Aunque me fui, una parte de mí sigue reviviendo ese tiempo o intenta volverlo ficción, otras veces procura el olvido, a veces con éxito, a veces no tanto.

El Remanso de Diversidad y Comprensión

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En esos años, el término bullying no se conocía; se recurrían a expresiones como “son cosas de niños, ya pasará”, “ignóralos, algún día se cansarán”, buscando así calmar las heridas del alma. En medio de esas tormentas escolares, hubo pausas de alivio. Durante un año, debido a un cambio de residencia, dejé el colegio privado y varonil y me uní a una escuela pública mixta. Chicas y chicos de distintas vecindades llenaban ese espacio. Allí conocí la paz y la verdadera amistad, aunque sé que las embestidas no son únicas de un lugar. Pero me sentí seguro en ese entorno diverso donde mi peculiaridad se disolvía entre otras tantas.

El segundo bálsamo se halló en aquel fatídico colegio de uniformes azul marino. Aunque los grupos se agrupaban para jugar, había dos chicos que, por momentos, se separaban de la multitud y venían a hacerme compañía. No recuerdo sus nombres y, si los recordara, tal vez preferiría no mencionarlos. Ellos platicaban conmigo en un rincón del patio mientras jugaban los demás. Eventualmente, alguien les gritaba: “¿Por qué están con él?”.

Un Humor como Protección

Estos primeros amigos resistieron a mi lado lo que pudieron antes de integrarse de nuevo al grupo. Cuando encontraban la oportunidad, regresaban para charlar brevemente conmigo. Hablábamos de cosas que ahora no recuerdo durante esos inviernos fríos y setentosos. Solo me quedó marcada una anécdota: uno de ellos me dijo que compartía conmigo lo que decía su padre y éste reía enormemente.

No sé qué podría causar tanta gracia a un adulto lo que yo expresaba. Sin embargo, probablemente usaba mi limitado repertorio verbal para mantener a esos amigos cerca. Mi recurso de supervivencia: el humor. No era jocosidad, eso lo dejaba para los demás con sus burlas. Mi humor era más profundo, a veces claro, otras oscuro; emergía del desaliento, siempre presente desde entonces. Un humor enigma, compartido por pocos, que me permitió observar, desde el margen, las ridiculeces propias y ajenas.

Reírse a veces era la única salida, ya que llorar multiplicaba las agresiones.

La vulnerabilidad y el humor fueron mis herramientas para tener unos amigos algo fieles. Aquellos amigos, cuyos nombres no retengo, arriesgaban ser considerados sospechosos por acercarse a mí. Esos vínculos iniciales se convertirían luego en un refugio afectivo contra los agravios.

El tiempo hizo que se apartaran, aunque vinieron otros amigos y amigas. A ellos, los primeros, los tengo casi olvidados. Ellos fueron mi primer escudo emocional contra las ofensas.

Los años de experiencia en esa escuela formaron mi carácter. La palabra “formar” suena delicada, como si estuviese moldeada a mano como cerámica, pero a veces es a golpes, como en “Los 400 golpes”, la película de Truffaut. Esos golpes dieron forma a mi personalidad, no es el lugar para definirme, pero puedo decir que me volví desconfiado y un tanto solitario. En el trabajo, no sostengo bien las relaciones sociales, quizás como eco de esos tiempos donde no se sabía de dónde vendría el próximo golpe. El niño que no comprendía el porqué de tanto ensañamiento sigue ahí.

Hoy, las amistades son mi refugio. Son guías constantes, auténticos bastiones de apoyo.

Es gracias a las amistades que he llegado hasta aquí. Si he logrado escribir esto, encontrar mi voz, y desarrollar un camino artístico, es por esas relaciones que se forjaron. Algunas transitorias, otras duraderas, pero siempre fundamentales.

Cuento con amigos y amigas en todo el mundo. Aunque no son muchos, son valiosos. Hay amistades en continentes distintos, como una amiga en Europa a quien veía anualmente; a su pérdida la extraño intensamente. Otra en Asia, que transformó lo lejano en cercano. Las amistades son como faros que guían en la oscuridad.

He sido bendecido con todas estas amistades. Conservo amistades de larga data, y a pesar de haber tenido desavenencias con algunas, hay reconciliaciones. Las amistades evolucionan, a veces se distancian, pero lo importante es el reencuentro.

Una amiga y yo mantenemos la costumbre de llamarnos por las noches para repasar el día. Soy un poco anticuado con eso de la conversación telefónica, pero lo disfruto. Hubo tiempos en los que una llamada se extendía tanto que el teléfono terminaba calentando mi oído.

Las charlas con amigos y amigas me llenan de vida, aunque mi naturaleza tiende al silencio. Con algunos de ellos, podía conversar horas sobre el futuro, llenos de miedo y esperanza. Esas conversaciones fueron el alivio en momentos difíciles.

Una amiga recientemente me comentó lo difícil que era hacer nuevas amistades después de los cincuenta. Comparto su sentir, pues las nuevas conexiones son escasas, por más simpatía que haya.

A lo largo de estos años, mi red de amistades me acompañó en desafíos y celebraciones. Saben cuándo estar y cuándo hacerse a un lado. Ese equilibrio es la esencia de una buena amistad.

Gracias a la amistad, he creado y vivido experiencias inolvidables: películas, viajes, libros, y cenas memorables.

Hubo una época de juventud donde viví con amigos. Cada uno tendrá su memoria, pero para mí fueron unas largas vacaciones. En medio de una crisis argentina, sin empleo y con todo en caos, nos acompañábamos en la risa.

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Mis amistades nutren mi humor, mi pequeño superpoder. Las risas compartidas sostienen mi ser.

El mundo a veces me percibe como un individuo serio y peculiar.

En una era donde la ternura parece ausente, la amistad resurge como un valor preciado. Se reescribe y representa en obras, por ser necesaria una hermandad elegida.

Este es mi pequeño homenaje a esos primeros amigos, quienes valientemente me dieron su afecto. Agradezco a esos amigos olvidados, a esos primeros valientes.

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