El primer ataque fue devastador. Sin embargo, los que vinieron después fueron los que me transformaron rápidamente en una mujer incapaz de llevar una vida normal. Me volví una niña que necesitaba compañía para hacer hasta lo más simple. Dejé de conducir, de ir al supermercado y de asistir a reuniones laborales. Me despertaba en la madrugada y llamaba a emergencias como si fuese a pedir una pizza. Hasta que una mañana me encontré en un hospital convencida de que estaba sufriendo un ataque al corazón y terminado ingresada.
El diagnóstico inesperado
El médico de guardia, un especialista en emergencias, me ordenó varios estudios. Al final del día, él, con su bata blanca, me informó que no había hallado nada grave y que debía acudir a un psicólogo. Lo que mi cuerpo experimentaba estaba en mi mente. Me dio un papel con un teléfono y diagnosticó aquello que, aunque incómodo, llegaba a tiempo: “es un ataque de pánico”.
Pocos días antes me habían hecho una biopsia mamaria. Estar despierta y sin poder mover los brazos mientras el médico trabajaba fue indescriptible. Las lágrimas caían, y no podía hacer nada para detenerlas. En un momento, la enfermera notó que temblaba y dijo: “A partir de ahora, es lo mismo pero muchas veces”. Pregunté cuántas, pero no respondió.
Momentos de pánico y recuperación
Era joven, madre de dos niñas y sin antecedentes familiares que sugirieran un cáncer. Años después, la muerte de mi abuela por esa enfermedad me enseñó que el futuro a menudo nos susurra advertencias. Cerca de mí, mi cuñada había enfermado y había perdido a su madre por un tumor, lo cual me ponía en el umbral de la proximidad de la enfermedad.
El paseo en bicicleta fue uno de los primeros “permisos” que me permití al empezar mi recuperación.
Sábado, tres semanas después. La biopsia resultó favorable. Estaba leyendo en el sofá de mi casa cuando un mareo me sorprendió. Pensé que era mi vista cansada y me incorporé, solo para sentirme más desorientada. Galletas saladas llenaban un plato cerca, y empecé a comer. Creí que tenía la presión baja, pero el malestar solo empeoraba.
Llegué al consultorio de R., acompañada y masticando un dulce. Durante esos días de miedo, noté que un caramelo podía calmar los inicios de un ataque. Así, adquirí una costumbre prácticamente compulsiva.
En mi primera consulta comí unos diez. R. me asignó una única tarea: dejar los caramelos. “Lo que haces se llama conducta de reaseguro”, explicó. Seguí con mi “seguro”, que era un respaldo para mi mente.
Pequeñas victorias
Días después, llegué al consultorio vestida de forma elegante para un cumpleaños. Sin embargo, R. sugirió salir a caminar. Trotamos por el barrio, y en cada esquina pensé que caería. Mi bolso rebotaba, las miradas curiosas se posaban en mí, pero completé el recorrido. “Sobreviviste”, dijo R. entre risas. Fue la primera vez que me reí de mi miedo.
Incorporé actividades que me hacían bien: dibujar, tocar la guitarra, y clases de DJ. Leer y escribir seguían siendo difíciles, pero encontré refugio en películas superficiales. Las voces funcionaban como terapia sonora.
Un día, después de aprender a gestionar mis ataques, R. sugirió explorar las raíces del miedo. Le hablé de un embarazo ectópico años atrás. Mi trompa se había roto en la semana doce de gestación. Feto sin posibilidades, operación de urgencia. La intervención que me salvó se llevó al bebé. No tenía nombre ni apellido cuando fue a parar en un frasco a un museo de medicina.
Una psicóloga, experta en duelos, había insinuado que fue un embarazo no deseado. Esa insinuación me atormentaba. Me marché de inmediato.
La ansiedad y el pánico son problemas globales. Personalmente, veo la ansiedad como un reflejo del ritmo del mundo actual. Un planeta hiperacelerado que exige producción y felicidad inalcanzables. Miedo a muchas formas de muerte, a no encajar, a la soledad. Nos movemos buscando ser elegidos, cargando nuestra propia condena.
Me llevó dos años superar los ataques, y me describo como una ansiosa en recuperación. No soy amante del silencio o la meditación, pero he aprendido a disminuir el ruido en mi mente. La culpa del embarazo perdido se desvaneció, y pude volver a leer y escribir. Atravesar el dolor no me hizo más fuerte, pero sí más tolerante a mi vulnerabilidad.
Cada vez que me reunía con R. nos reíamos más. En esas risas, nació la idea para “Barullo”, mi primera novela. Aunque la literatura no busca ser terapia, cuánto habría deseado un libro que dijera “esto también pasará” en mis peores momentos.