Exploré casas abandonadas en busca de fantasmas de niña: no encontré pero lo aprendido aún es útil

Mis aventuras comenzaron en mi niñez. A eso de los once o doce años, me lancé a la búsqueda de fantasmas. El deseo de convertirme en una especie de “cazafantasmas” me llevó, junto a mi compañera María Ester, a explorar lugares deshabitados.

Una infancia de libertad

Me crié en Barker, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, donde dejar la puerta sin seguro no era una preocupación. Era un lugar donde la serenidad era una constante, lo que estimulaba nuestra creatividad para inventar pasatiempos y excursiones. Mis remembranzas de la niñez y adolescencia están llenas de libertad; podía andar por el pueblo, salir en bicicleta, visitar a mis amigas y, claro, buscar fantasmas. Estas exploraciones marcaron mi vida, siendo una forma particular de enfrentar el mundo.

Las primeras exploraciones

No logro recordar cómo surgió la idea ni quién de las dos tuvo la ocurrencia, pero María y yo coincidimos en planificar las salidas. Programábamos el día, la hora y cuáles casas antiguas investigaríamos, usualmente las que se encontraban más alejadas. Nos inclinábamos por aquellas construcciones solitarias cerca de los cerros y el monte que rodeaban al pueblo. Incluso, llegamos a visitar el que fuera el primer cuartel de policía, que estaba cerca del monte y del camino que llevaba a Villa Cacique. Este sitio, con sus ventanas oxidadas, sus paredes deterioradas y árboles enormes, parecía el escenario de una película de terror. Sin embargo, nos desilusionamos al descubrir que solo era una fachada antigua sostenida por nuestra fantasía. El destacamento, consumido por el tiempo, mantenía una quietud que solo se rompía con el canto de un pájaro o el crujir de las ramas movidas por el viento.

Un ritual de emoción

Carecíamos de una cámara, así que yo prefería llevar una libreta y una lapicera para tomar notas, mientras que María se valía de un crucifijo, quizá esperando enfrentar algo más que fantasmas. La semana se llenaba de expectación por los viernes en que volvía la aventura. Era una experiencia excitante, aunque lo más peligroso que podía suceder, en aquel lugar, era que el camión de riego de las calles nos salpicara.

Nuestras incursiones eran secretas. No queríamos que nadie descubriera nuestras exploraciones, temíamos que nos regañaran y, además, esta era nuestra misión exclusiva. No queríamos compartir las destrezas detectivescas que teníamos, al estilo Mulder y Scully de The X-Files, una serie que, más tarde, nos cautivaría. Aunque las exploraciones terminaron cuando agotamos los lugares, el deseo de buscar sigue latente en mí. Siento una constante necesidad de descubrir, que me recuerda a esa pequeña niña de once años que aún me insiste a aventurarme.

Las lecciones de la búsqueda

Nunca dejé de ser una cazadora de fantasmas, aunque ya no los busco en casas abandonadas. No encontré lo que buscaba de niña, pero las lecciones aprendidas valen. Aprendí que más importante que encontrar es el acto mismo de buscar. No se trata de quedarse quieto, sino de avanzar, de explorar. Aunque el resultado no siempre sea el esperado, el camino recorrido abre nuevas perspectivas y nos hace crecer.

La búsqueda es un camino sin retorno, que me empuja a seguir adelante. Dejé el pueblo a los veinte años, no me alejé mucho, apenas sesenta kilómetros. Tandil se convirtió en mi nueva sede, con su mezcla de ciudad y espacios verdes, llena de cafés, cines, y calles adoquinadas con historia. En este lugar he continuado mis búsquedas, persistiendo en encontrar mi destino. Luego de explorar distintas carreras, me encontré a mí misma en Comunicación Social.

Ahora, la búsqueda se manifiesta en mi vida diaria como madre de dos hijos, Timo y Fabri. Aunque la maternidad es un desafío, no dejo que las dificultades me detengan. La enseñanza de la infancia persiste: ningún viaje es seguro, lo importante es disfrutar del trayecto. Ser madre es una búsqueda continua por recursos, paciencia y amor.

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Pienso que nunca se acaba el camino de búsqueda en la vida. La única certeza que tengo es que el amor y la amistad siempre llegan sin buscarlos. Ambos me encontraron, y esa es la verdadera magia.

No estoy segura si fue la escritura la que me buscó o si fui yo la que la encontró, pero desde nuestro encuentro nunca nos separamos. Igual que antes, sigo llevando una libreta para plasmar pensamientos y sueños, siempre en busca de nuevas aventuras. Quizá algún día, logre encontrar un fantasma verdadero.

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