Aquel día, tomé el cigarrillo, inhalé profundamente y luego lo apagué. Decidí deshacerme del paquete, el encendedor y el cenicero tirándolo todo a la basura. Eran las dos de la mañana de un domingo de septiembre de 2022. Afuera, un cielo de un azul peculiar cubría la noche, reflejando lo extraordianrio de mi acción. Así es como lo viví: después de dieciocho años y habiendo fumado más de la mitad de mi vida, finalmente estaba listo para dejarlo.
La Decisión de un Cambio
Este importante paso, conocido por cualquier persona que haya enfrentado el tabaquismo, me rondaba desde hacía más de un año. Pero al reflexionar con distancia, me doy cuenta de que el proceso empezó mucho antes.
En junio de 2020, en medio de la pandemia y cumpliendo una estricta cuarentena, contraje COVID. Súbitamente, me vi confinado en una habitación del Wilton Palace, un hotel discretamente elegante en la avenida Callao, cerca de Santa Fe. Mi estadía duró cuatro días y tres noches. Pese a lo peculiar de la situación, no puedo quejarme de esas vacaciones accidentales (afortunadamente, el virus apenas me afectó). Aproveché ese tiempo para leer, escribir y ver películas pendientes. Mi única preocupación en el aislamiento era el cigarrillo.
Superando la Adicción
Contrario a mis expectativas, el cigarrillo no fue un gran problema. Ya instalado, me sorprendió lo poco que pensaba en él. Logré entretenerme con mis libros, mi computadora, y la vista a la monótona pared del edificio contiguo. Si sentía la tentación, me distraía o hablaba con Any, mi pareja, quien me había enviado un bolso con lo necesario para el encierro.
Al regresar a casa, lo primero que hice fue fumar, y en menos de tres días recuperé mi ritmo habitual: más de un paquete diario, cifra que aumentaba los fines de semana. Aunque no abandoné el hábito de inmediato, la experiencia en el hotel dejó una huella: fumar ya no era lo mismo. Había cambiado algo dentro de mí.
Pasaron dos años hasta que comprendí lo evidente: fumar ya no me producía placer. Al contrario, a veces me repugnaba y me avergonzaba. Vivir con este conflicto se volvió una constante. El recuerdo de mi estadía en el hotel cada vez adquiría más relevancia. Decidí que dejaría de fumar, pero antes debía concluir algo.
En esa época escribía «Atardece sobre Kiev» (próxima publicación de la editorial Nido de Vacas), y no podía afrontar un cambio tan grande sin haber finalizado la novela. Para mí, escribir estaba intrínsecamente ligado al cigarrillo (escribía mientras fumaba uno tras otro). Imaginaba el cambio como un terremoto en mi vida cotidiana. Me propuse una meta clara: terminar el libro y entonces dejar de fumar. Y así fue.
Abandonar el cigarrillo fue como una amputación. Durante dieciocho años fue una extensión de mi vida, como una prótesis necesaria. Aceptarlo no es fácil. Se pierde autonomía ante un elemento externo. Decidí dejarlo de manera directa, sin métodos graduales ni libros de autoayuda. Igual que empecé un día sin más motivo que la curiosidad, debía terminarlo de la misma forma. Fue una cirugía mayor sin anestesia, desechándolo de mi vida.
¿Qué había que priorizar? ¿La ansiedad, la angustia, o el vacío abismal que vi ante mí? Reflexioné sobre el tiempo. Algo que en gran parte pasaba inadvertido era la cantidad imponente de tiempo que fumar consumía (falta de aire, pérdida del gusto, riesgo de enfermedades graves, entre otros). Ningún especialista advierte esto: el cigarrillo como gran ladrón de tiempo.
Ese tiempo, que muchas veces caía en un limbo improductivo, era inevitablemente dedicado al hábito. Resguardarse en la cocina durante invierno para evitar llenar de humo el hogar. Salir a fumar, posponiendo lo que uno hacía. Apartarse de reuniones para fumar en balcones ajenos donde no se permite el humo.
Desde esperar el transporte público, tomarse un café, hasta llegar temprano para tener esos minutos extra para un cigarrillo. Tiempo que gira en torno al tabaco o que llena el vacío de la espera. Una presencia ineludible: el humo, la verdadera sombra en nuestro día a día.
Es un mito que los primeros días son los peores; son, de hecho, algo revelador. De pronto, uno comprueba que no es tan complicado dejar el cigarrillo, y este descubrimiento se convierte en un estímulo para continuar.
En pleno ojo del huracán no se perciben las dificultades. Lo más complejo estaba por llegar.
Enfrenté crisis emocionales, me distancié de lugares y prácticas atadas al cigarro, incluyendo la lectura y la escritura. Dejar una adicción que se repitió unos 25 veces diarias durante más de 6,500 días no es indiferente.
Una tarde, dos meses después de iniciar el proceso, sentía la inmensidad del tiempo por gestionar. Una sensación desconocida hasta entonces: contemplar por la ventana, dejando que la ausencia de humo y el vacío me abrumaran. La angustia se cernía, forzándome a confrontar de lleno con el tiempo vacío. No fue sencillo. Quien diga lo contrario, miente o ignora la realidad de lo vivido. Este estado emocional puede explicar por qué pocos logran superar los tres meses sin fumar. Muchos recaen.
En medio de una crisis existencial, un amigo me dijo al referirse al Poema de Gilgamesh: “una vez en el desierto, solo queda el camino a la costa”. Su mensaje: afrontar el desierto, un desierto de espacio y tiempo, más conceptual que real. Toda adicción, después del placer o alivio momentáneo, solo deja desconexión y culpa. Adicción se asocia a la imposibilidad de hablar: a-dicción, sin dicción.
Necesité más de un año y medio para sentirme en casa conmigo mismo. Como todo proceso, viví momentos de fortaleza y otros donde la duda dominaba. Con persistencia, trabajo y determinación, llegué a la costa que mi amigo describió. Recuperé mi voz, la dicción, retomé la escritura, la lectura en voz alta y reforcé mis relaciones, especialmente con Any. Mi palabra no solo regresó, sino que se volvió más clara, limpiada de la oscuridad del humo.