Secretos personales: la magia en la cocina de mi abuela sigue siendo un enigma que busco desvelar

Recuerdos del Pasado

Mi abuela nunca fue una figura central para mí. Aunque era cariñosa, nuestra relación siempre tuvo una cierta distancia. Puede que el hecho de que ella residiera en Nueva Jersey y yo en Buenos Aires, ciudad a la que mis padres decidieron llamar hogar tras algunos ir y venir, contribuyera a esa separación. Así, mi abuela permaneció en mi vida como una presencia lejana, tanto en lo geográfico como en lo cotidiano. Sin embargo, últimamente, su memoria resurge con frecuencia en mi mente.

Un Viaje de Familias

Mi abuela, durante su embarazo, sin ser consciente de que llevaba gemelas, y sus padres, fueron forzados a subir a un tren atestado y sin comodidades hacia el gueto de Pazardzhik, en Bulgaria. Un mes después, descubriría la sorpresa de que eran dos bebés, mientras la incertidumbre sobre el destino de mi abuelo persistía, dado que había sido enviado a un campo laboral.

Tiempo atrás escuché una teoría que me dejó reflexionando: supuestamente, las mujeres comienzan a formar recuerdos desde el útero de sus abuelas. Si eso es cierto, yo, la menor de las mamushkas, podría haber heredado silenciosamente un fragmento de la historia de aquel tren cuando mi madre habitaba el vientre de mi abuela. Tal vez esa sea la raíz de mi claustrofobia o de mi ansiedad ante lo innombrable.

El Arte de Cocinar

Pero su historia personal no era todo lo que la definía. Los que la conocieron coinciden en que su habilidad en la cocina era lo más memorable. Cada vez que menciono su extraordinario talento culinario, la gente suele no impresionarse: ¿quién no extraña las delicias de su abuela? Pero mi nostalgia no se basa en el vínculo, sino en su modo de cocinar: un verdadero arte, un lenguaje único que todas las mujeres de la familia ansiábamos descifrar e igualar algún día.

Sara, con su figura menuda y encorvada, destilaba educación y suavidad. Ahora comprendo que en esa apariencia frágil se ocultaba una fuerza destacable que se reflejaba en cada detalle minucioso, como si fuesen hilos invisibles que trenzaban su día a día con seguridad.

Cenas Memorable

Los miércoles ya comenzaba a planificar el banquete del viernes, el momento más anhelado por todos. Mis parientes que vivían cerca lo disfrutaban semanalmente. Yo, si lograba viajar, me aseguraba de llegar antes para no perderme el Shabbat en familia. Encendíamos velas, recitábamos bendiciones y degustábamos jalá con sal. Nos acomodábamos en una mesa con un mantel blanco inmaculado que, como en un ritual, siempre terminaba con alguna mancha de vino.

Como primer plato, servía sopa. Mi preferida era una con limón: un caldo fragante y diáfano con un toque de cítrico y calidez. Seguía la carne: a veces cordero con ajo y romero que se deshacía al probarlo, o ternera con sabores dulces y almendras crujientes bañadas en azafrán. Alternativamente, un pollo jugoso, aromatizado con hinojo y arroz pilaf con champiñones delicados. Como acompañantes, podía haber flan de apio, espárragos con salsa de naranja y avellanas, ensaladas verdes con peras en aderezo suavemente picante. De postre, peras en almíbar de vino tinto o una mousse de chocolate rica y sedosa.

Combinaba lo búlgaro con recetas innovadoras del New York Times y era raro que repitiera un plato. Los que estábamos al otro lado no resistíamos y deseábamos que la cena no concluyera, aunque ya no fuera posible comer más.

Es la sensación de paz lo que más atesoro de aquellas veladas. ¿Quién tenía fuerzas para debatir cuando cada sabor era una pequeña sinfonía de deleite?

Aunque la vi poco, me pregunto a menudo qué parte de ella vive en mí. Si la teoría de la memoria celular tiene mérito, además de mi miedo al encierro, quizás heredé una inquietud natural. Aunque Sara era apacible y jamás levantaba la voz, con frecuencia padecía de insomnio debido a un síndrome de piernas inquietas; ¿un eco del deseo de escapar de aquel tren?

Imagino que en algún punto de su vida su carácter se templó. ¿Cómo mantener la calma ante la desesperación de no tener recursos para alimentar a sus hijas, viéndolas enfermar, cuidando de sus padres prisioneros, con la mínima ayuda de un hermano oculto más allá del muro?

Tal vez, opuso resistencia a la oscuridad negándose a dejarse consumir por el terror. Aunque el miedo deja marcas, y quizá, aunque el intelecto olvide, el cuerpo no, y esa memoria ancestral se transmite a lo largo de generaciones. Al igual que las aves migratorias que saben instintivamente cuándo partir y a dónde dirigirse, sin que nadie les enseñe.

Nunca supe cómo adquirió tal destreza culinaria. Si fue su madre, si lo aprendió lentamente o si fue un instinto que despertó ante la necesidad. Mi madre, sin embargo, relata que su primer recuerdo de sabores fue el de una piña enlatada en un barco durante su exilio, una revelación en medio de la desdicha del desarraigo.

Sara justificaba su cocinado afirmando que a mi abuelo le encantaba comer. Pero estoy convencida de que había algo más: cocinaba con un propósito, habiendo conocido el odio de cerca, y en la creación de sus platos encontraba la belleza para resistir la deshumanización y mantener segura una parte de su mundo.

A pesar de su generosidad culinaria, la cocina era su santuario personal, donde pocos podían ingresar. Preguntar sobre sus métodos me proporcionaba las recetas, nunca ocultaba nada. Pero yo quería observarla, descubrir lo que no me contaba con palabras. Y eso no era sencillo. Sospecho que necesitaba la soledad para levantarse durante la noche y deambular por su hogar, presa de insomnio.

No era que no quisiera instruirme en el arte culinario. Creo que no sabía cómo hacerlo. La cocina era su forma de expresión, un lenguaje intuitivo, como los sueños: lleno de sensaciones e imágenes que más tarde habría que desentrañar. Quizás por ello me convertí en escritora, narrando su vida y legado. Y porque es intolerable pensar que mi madre tuvo que pasar hambre.

A mi madre siempre la llamaba igual. Pero ella a su vez adaptaba el nombre de su madre, según el país al que se mudaban: maica, ima, mamá, mom. En alguna ocasión, el español se tornó en su lengua adoptiva. Aunque Argentina fue donde menos tiempo pasó, allí surgió una nueva generación prometedora, libre de conflictos y persecuciones.

No sé si podría afirmar que tuvimos un gran amor mutuo. No cultivamos esa relación entrañable que otros pueden presumir con sus abuelas. Pero siempre me acogía con un abrazo cálido. Maikichka, me decía, interesándose genuinamente por mis relatos. Cuando indagaba sobre la guerra, ella no reconocía plenamente su experiencia. Yo no soy sobreviviente. A nosotros no nos ocurrió nada, decía, desapercibiendo que habían perdido hogar, empleo, derechos, viviendo los primeros años post-guerra en profunda pobreza, navegando diferentes mares, reconstruyendo su vida hasta bien entrada la madurez. Antes de establecerse en Estados Unidos, limpiaba baños, aprendió peluquería, fue secretaria. Lloró al no poder comprar un helado para sus hijas.

Era una persona refinada, educada, hablaba cinco idiomas. Me enviaba tarjetas puntuales para cada cumpleaños. Cuando coincidíamos me llevaba a museos o a disfrutar en cafés tranquilos, con amplios ventanales y vistas a la naturaleza.

Aún la evoco así: elegante, con un aroma delicado, su hogar impecable y una sensibilidad influenciada por su amor al arte. Todo lo elegido por ella tenía una estética exquisita: su vestimenta, el estilo que cubría un audífono, la forma en que ajustaba su escote para evitar que alguien notara que, donde alguna vez lució una estrella judía, ya le faltaba un pecho.

Presencié su cocina solo una vez. De visita en mi casa, uno de mis hermanos anhelaba un huevo frito, y ella no tuvo más opción que revelar uno de sus secretos. Calentó manteca en una sartén; el aire se impregnó de un aroma cálido y familiar. Rompió el huevo con cuidado, bajó el fuego, esperó, sazonó y tapó. Ahí comprendí que el secreto residía en la atención minuciosa, en estar presente. Tomar cada tarea en serio, incluso la más sencilla.

Al fallecer, mi madre y mis tías distribuyeron diligentemente las pertenencias de mi abuela. Pero lo único que yo deseaba eran sus recetas. Una prima recopiló algunas y nos obsequió con tres libritos que recogían una selección. Sin embargo, anhelaba más: las quería todas.

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Antes del nacimiento de mi primer hijo, intenté ordenar las recetas reunidas en nuestras visitas. Sin embargo, su archivo era un caos: carecía de orden, siguiendo solo la lógica de su intuición. A veces veo esos recortes como fragmentos de una vida reconstruida con retazos y escrita sin índice, no obstante llena de significado.

Se dice que en los detalles residen tanto lo divino como lo maligno. Y mi abuela dedicó su vida a cerciorarse de que esa suma de detalles estuviera del lado de la belleza. Quizás eso es lo que quería comunicar.

Aunque haya faltado comunicación verbal, creo que el idioma que mejor refleja mi vínculo materno se compone de aromas, texturas y actos de cariño.

Su verdadero legado no fueron sus recetas. Fue el tiempo destinado a formar un mundo amoroso, un refugio ante uno plagado de miedo y odio.

Hoy, cuando busco crear un oasis para mi familia, recurro a ella. No me transmitió sus habilidades culinarias, y no estoy segura de si la memoria se hereda automáticamente. Lo más probable es que mis inquietudes sean solo mías, ajenas al peso de mi historia familiar. Y que la identidad se forja a partir de lo que decidimos integrar, razonando que nunca podré cocinar como ella.

Pero creo que me dejó un aprendizaje crucial: destilar lo bueno y bello. Porque cuando esos componentes se combinan con tiempo, dedicación y atrevimiento, el resultado se asemeja al amor.

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