Soy un paciente acostado, boca arriba, sin poder moverme en un espacio delimitado por cortinas, conectado a dispositivos que monitorean y administran fluidos, con un silencio solo roto por los repetidos bip bip. Esa escena ha quedado grabada en mi mente como el comienzo de los desafíos de mi nueva vida.
Un despertar inesperado
Mi columna cervical comprimía mi médula, lo que llevó a que me operaran. Al despertar de la anestesia, un año y medio atrás, las órdenes de mi cerebro eran inútiles; ningún movimiento salía de mi cuerpo. Estaba completamente inmóvil, sin poder mover piernas, brazos ni manos. El quirófano del Hospital Italiano me dejó cuadripléjico. Una rara complicación, el “síndrome del cordón blanco”, un infarto a la médula, fue el causante. A nivel mundial, solo se conocen treinta casos de esto.
Una esperanza en la adversidad
La buena noticia fue que muchos de los casos documentados lograron algún día recuperarse. Me aferré firmemente a esa esperanza. Sentía el deseo profundo de sanar, por difícil o extenso que fuera ese viaje.
Gradualmente, comencé a recuperar algo de movimiento en mi lado derecho. Una kinesióloga empezó a trabajar conmigo. Con mucho esfuerzo, logró pararme apenas unos segundos. Poco a poco, dar pasos devenía en realidad, y la esperanza de caminar normalmente volvía a ser un sueño viable.
Reflexiones desde la cama del hospital
Los dieciséis días de internación se hacían eternos. No dejaba de pensar en mi padre, fallecido en un cuarto como aquel. Revivía sus llamadas, su manera afectuosa de llamarme “Tin”. Rememorar su voz aliviaba mi mente del presente. También pensaba en mi madre, con su fortaleza y el proverbio que solía repetir: “contá tus bendiciones”. Rememorar sus palabras me ayudó en esos momentos difíciles a enfocarme en lo positivo, a pesar de las dudas y temores que me asaltaban.
El día séptimo me llevaron de vuelta al quirófano debido a una infección. Sin saber el alcance del riesgo, la cirugía se presentaba como una amenaza ominosa. Un médico luego me informó del peligro letal que enfrenté debido a una infección hospitalaria.
La importancia de la familia
Mi vida continuó, rodeada de mi esposa y mis hijos, los adultos de un primer matrimonio y unos mellizos de catorce años. Uno de mis hijos pasó una noche conmigo. Fue un momento precioso de conversaciones y asistencia valiosa. Como padres, a menudo dudamos de cuánto nos quieren nuestros hijos, pero sus palabras me llenaron de una paz inmensa.
Una tarde mi esposa, Lucre, y yo recordamos nuestra primera cita, una memoria que apreciamos con cariño. Ella también vivía su propio desafío, llevando la carga emocional de ver a su pareja combatir la nueva discapacidad, enfrentándose a la incertidumbre del futuro.
Mis mellizos vinieron un domingo a verme. Contaron con entusiasmo sus rutinas escolares. Su curiosidad sostenía el ánimo; me preguntaron cuándo regresaría a casa. Respondí sin certezas, pero con la esperanza de que pronto volvería a estar con ellos.
Un camino hacia la recuperación
Al dieciseisavo día, la buena noticia de mi alta me alcanzó. Los antibióticos vencieron la infección, y salí del hospital. El trabajo dedicado de mi kinesióloga quedó grabado en mi corazón, aunque no pude despedirme como hubiera querido.
Un año y medio después, tras un camino arduo lleno de sesiones diarias de terapia, recuperé movilidad, pasando de una silla de ruedas a llevar una vida sin necesidad de asistencia constante. Aun cuando hay actividades que quizás nunca vuelva a realizar, como esquiar o jugar tenis de manera competitiva, la capacidad de caminar y manejar me recuerda mi progreso y fortalece el desafío diario que significa la recuperación.
Un video de un tenista excepcional me enseñó a seguir avanzando, a no lamentarme por el pasado, sino a concentrarme en el siguiente paso. Si bien a veces las dudas me asaltan, prefiero concentrarme en la positividad, vestir mis zapatos y prepararme para el próximo reto, disfrutando del presente mientras continúo mi recuperación.