Una feria clandestina y la lucha por permanecer
Un individuo se cuelga de un tubo con los brazos y lanza una apuesta: quien logre aguantar más que él ganará $50,000. Un grupo de jóvenes, intrigados, gritan para que se les oiga por encima de una cumbia pop que resuena cerca. A unos pocos pasos, en la prolongación de la deteriorada Rambla, una pista aparece ocasionalmente animada por seis o siete parejas que se ponen a bailar. Enfrente, otra pareja en el mismo trance, ejecuta un tango de La Cumparsita que suena de manera un poco estridente desde un altavoz alto. Él viste una camiseta sin mangas y pantalones cortos de Boca, ella va descalza y en una minifalda de jean. Al fondo, las olas del conocido mar de Bristol acarician la playa.
Turistas atrapados por lo informal
Una multitud camina entre las atracciones temporales de verano: un humorista santiagueño roba risas desde las escaleras; folcloristas en trajes tradicionales, a pesar de los 28° del día, son rodeados por un público que los acompaña con aplausos; hacia la calle San Martín, un puesto estilo kermés ofrece camisetas de fútbol a quienes acierten el tiro o derriben las latas, y justo al lado, la entrada a la arena y al túnel.
El fenómeno “La Saladita” en la Playa Bristol
Una entrada a un espacio repleto de lo informal y clandestino atrae a miles de turistas diarios: “La Saladita de la Bristol”. Un mercado controvertido con instalaciones precarias, desde los permisos otorgados por las autoridades hasta su frágil estructuración, lleva más de dos décadas en esta emblemática playa.
Desde lo alto, mirando hacia la arena (ya sea el hombre del tubo o cualquier desafío aceptado, lo verá siempre), no parece bien: el pasillo que forman las hiladas de puestos está cubierto con techados de colores apagados, sombrillas desgastadas o material de sombra; los techos brillan por los fragmentos de material asfáltico, con alguna que otra antena satelital de por medio. Un importante tramo de este camino queda al descubierto.
A lo largo de una cuadra, desde la peatonal San Martín hasta Rivadavia, delimitando la playa en diagonal contra el muro, la feria alberga más de doscientos locales, culminando al pie del monumental Casino Central.
Este espacio conocido como “saladita”, un concepto similar al de la famosa “La Salada de Punta Mogotes”, en Lomas de Zamora, ofrece una amplia variedad de productos: gafas de sol, mates y termos, bolsos, cantimploras personalizadas, ropa deportiva, trajes de baño, calzado y prendas de lencería, fundas para móviles, dispositivos de audio, el libro más reciente del psicólogo de moda, recuerdos y artesanías en alambre. ¿Marcas? Casi todas, es una auténtica saladita.
No se percibe el aroma de comida; la venta está prohibida y se respeta esta norma. Aunque fuera del horario pico de playa, el ir y venir puede ser sofocante. Con su pavimento de placas fenólicas, la recorren miles de turistas de diferentes partes del país. Desde su creación en noviembre de 1999, no hay cifras exactas, ni siquiera certeza alguna.
En ese año, cuando el desempleo era alto en la ciudad, el Concejo Deliberante permitió a los trabajadores de la Asociación de Vendedores Ambulantes de Mar del Plata ubicarse en un sitio en la Unidad Turística Fiscal (UTF) Playa Bristol. Funcionó un año más tarde con un permiso temporal, término que termina por definirla.
Inicialmente concedido por tres años, se renovó entre 2004 y 2009, pero desde 2010, la “saladita” operó sin respaldo legal, hasta que en noviembre de 2021, el gobierno local presentó una propuesta para oficializar lo que ya existía: el Paseo de Compras Bristol y se abrió una licitación.
Un pliego elaborado por el Ente Municipal de Turismo (Emtur) proponía mejorar la feria: “Queremos transformar ese lugar desagradable en uno atractivo,” comentó Bernardo Martín, su presidente en ese momento. Sin embargo, la licitación no prosperó, y el Sindicato de Vendedores Ambulantes (Sivara) de Mar del Plata mantuvo el control. Los feriantes pagan altos alquileres; el negocio es lucrativo, mencionó una fuente relacionada con el incombustible problema de la feria.
El intendente Guillermo Montenegro recientemente llevó el caso ante la Justicia Penal, exigiendo el desalojo de la feria debido a su estado deteriorado, alegando informes municipales que alarman sobre “ilegalidad”, riesgos de seguridad y salud pública, además de presuntos delitos como la violación de la ley de marcas. No obstante, Montenegro equivocó el tiro: en su contencioso con el gobierno de Axel Kicillof sobre temas como la administración de la Rambla, Punta Mogotes, y la participación fiscal, enfoca críticas hacia la administración provincial.
Luego, los concejales opositores lo desafiaron, acusándolo de no proveer “soluciones adecuadas para un espacio bajo su jurisdicción” y de redireccionar la atención con acusaciones sin fundamento contra la provincia. Estas diferencias no ocultan la realidad: la Rambla en mal estado o los permisos precarios que sostienen un negocio millonario en el corazón de Bristol, donde la vida sigue su curso.
24° al caer el sol. Un sonido agudo avisa que los cantantes se preparan para una segunda ronda de baladas; un peluche gigante de oso panda, de dos metros, surge para posar en las fotos; mientras tanto, los jóvenes vuelan en el skate park, y de repente, un autobús de larga distancia pasa por la vereda, muy alto, moderno, de doble piso; se estaciona entre la multitud como un simple carrito de churros. Se puede leer CULIAO en carteles grandes al frente y los costados.
Los turistas se acercan curiosos y descubren que las letras de CULIAO forman una sigla de buen humor promocional: “Centro Uritorquense de Lenguaje e Integración Amistosa y Optimista”, una campaña publicitaria participativa del gobierno cordobés. Una genialidad.