En el segundo grado, la señorita Liliana, nuestra profesora, era conocida por su voz profunda y sus rulos algo rebeldes. Cuando subía el tono, su cuello adquiría un tono rojizo. Un día, justo antes de la clase de matemáticas, anunció que tenía un conejo para regalar. “¡¿Quién lo quiere?!”, exclamó con intensidad, y yo, sin dudarlo, levanté mi mano, observando a mis compañeros que me miraban con extrañeza, permaneciendo en sus asientos sin moverse.
Reflexiones sobre la compañía animal
Aunque no estaba segura de por qué lo había hecho, levanté la mano a pesar de que en casa no teníamos ningún animal como mascota. La única relación con conejos era durante los domingos, cuando formaban parte de nuestros almuerzos cocinados por mi nono o mi abuela. Aunque sabían delicioso, tener uno como mascota era un concepto desconocido para nosotros.
Esa misma tarde, mi madre llegó a recogerme en su Citroën 3CV descapotable. Me gustaba viajar asomándome por el techo. En uno de los semáforos, aproveché para anunciarle que traeríamos un conejo a casa.
La llegada del nuevo miembro familiar
No recuerdo que mamá se molestara. Tal vez, por ser también docente, sintió empatía por Liliana, o simplemente tenía otras preocupaciones más grandes, como la situación laboral de papá en la fábrica Deutz. En cualquier caso, estaba de acuerdo en que tuviéramos un conejo, y eso era todo lo que me importaba.
Al llegar a casa, papá, todavía con su ropa de trabajo, reaccionó sorprendido: ¿un conejo de mascota? Bombardeó con preguntas, a las que respondí con lo poco que sabía: “son divertidos”, “no ensucian mucho”, “su alimentación es sencilla”, y asumí la responsabilidad de cuidarlo.
Mi hermana, con ansias de tener una mascota, también se comprometió a cuidarlo. Al día siguiente, fuimos a la casa de la señorita Liliana a recoger al conejo. Nos lo entregó en una caja bien atada.
El conejo era blanco como la nieve, nervioso y con ojos rosados. Lo llamamos Rabbit, y vivía en la terraza junto al lavadero, donde pernoctaba en noches frías. Pasaba tiempo junto a la parrilla, y nosotros lo sacábamos gentilmente o con comida como motivación.
La vida diaria con Rabbit
Los domingos, lo trasladábamos al terreno donde mis padres construían su casa. Allí se deleitaba libremente. El nono, que le tomaba mucho cariño, lo visitaba a diario, le daba frutas y verduras, y repetía que el agua debía ser siempre limpia: “al coniglio sempre acqua pulita”.
Mi hermana y yo, aunque escépticas ante los gestos del nono —dado sus conocidos hábitos culinarios—, observábamos su afecto con cautela. Sin embargo, nuestros padres insistían en que no teníamos motivos para dudar de él: un animal para comer era diferente de una mascota, y nadie pretendía hacerle daño.
Rabbit parecía contento, saltando y explorando. Mientras él brincaba y se comportaba como suele hacer un conejo feliz, mis papás reforzaban la idea de cuidarlo adecuadamente.
Me encantaba envolverlo en una manta, darle agua, y tratarlo como si fuera un miembro más de la familia. A pesar de las precauciones de mamá sobre el pelo que dejaba, lo hacía parte de mi vida diaria.
Rabbit no parecía experimentar problemas de salud y gozaba de una vida tranquila y sin sobresaltos, lo cual me hizo no considerar la posibilidad de perderlo.
Sin embargo, el día que regresamos de unas vacaciones, el nono nos dio una triste noticia: Rabbit había fallecido y lo había enterrado en nuestro terreno donde tanto le gustaba estar.
Me costó aceptar la noticia. Busqué respuestas que nadie podía ofrecerme, y lloré por la pérdida de mi conejo querido.
Rabbit comenzó a aparecer en mis sueños, a veces calmándome, otras instándome a buscar respuestas. El misterio de su desaparición nunca se desvaneció completamente.
Aún hoy, intento que el nono confiese lo que realmente sucedió. Sin embargo, él insiste en que nunca se lo comió, dejando el misterio irresuelto y alimentando mi inquietud sobre su final.